Las iglesias cormanas (II): Notre-Dame de Laon
Dentro de la serie de catedrales hermanas a la nuestra de Cuenca, hoy toca la hermana mayor, la primera gran catedral gótica, la "maqueta de armar", como dicen los historiadores franceses, donde el gótico alcanzó la grandeza y perdió el miedo a las alturas, y desde donde eclosionaría por toda Europa.
A Laon llega uno atravesando los campos de Picardía: suaves lomas, sotos de bosque atlántico, campos ubérrimos, granjas impolutas, pueblos que rivalizan en pulcritud y en su estatus de floridos. Eso sí, nosotros llegamos siguiendo el Camino de las Damas, jalonado a intervalos regulares por medio millón de cruces blancas. Parece mentira que estas tierras felices de la Dulce Francia conocieran hace un siglo el vendaval de fuego y locura de la Gran Guerra.
De repente, en el horizonte, aparece Laon. La ciudad antigua está aupada en su Montaña, con mayúscula. Son apenas cien metros de desnivel sobre la campiña, pero en estos paisajes apenas ondulados destaca como una mole. La llaman la Montaña Coronada, y razón no les falta: los pináculos de la Catedral le dan carta de realeza. La Catedral de Laon tiene cuatro torres, más la quinta que es el cimborrio, más bajo. E iba a tener siete, nada menos.
Hoy Laon es una encantadora ciudad de 25.000 habitantes, con un aire norteño e introvertido. Salvando las distancias, le ocurre lo que a Cuenca: la Montaña es áspera y exigua, con lo que la mayor parte de la población se ha bajado al llano y arriba queda un petit village, con ciertos signos de fosilización urbana. La Catedral es apabullante, obsesiva, en tan pequeño enclave se la ve desde todas partes. Cuando Laon la levantó tenía diez mil habitantes. No era grande entre las ciudades de la monarquía capeta, pero tenía el mayor cabildo de Francia (83 canónigos) y uno de los más ricos, eruditos e insensatos. En 1155 comenzó la obra, que avanzó a un ritmo frenético durante décadas para luego ralentizarle y por fin detenerse en el siglo XIV, dejando parte del plan original inconcluso, y reformando parte de lo trazado originalmente. Para entonces el taller había formado generaciones de constructores góticos que se esparcieron por doquier.
El interior es precioso. Muy pocas catedrales góticas transmiten esa sensación de equilibrio, de blancura, de amplitud. Y es grande: 110 metros de longitud por 56 de transepto. Sus enormes bóvedas sexpartitas, sus cuatro cuerpos en alzado, su linterna sobre el crucero crean un volumen unitario y coherente. Yo esperaba encontrar un gótico balbuciente como en Saint-Denis, como en Sens, pero Laon es otra cosa: es madurez, seguridad y osadía. Y sí, no es el delirio de los hastiales de Reims o Amiens, ni el clasicismo de Chartres, ni la terrible verticalidad de Beauvais, pero es un espacio interior maravilloso. Además la historia la ha tratado bien. La Montaña Coronada vio como todas las guerras pasaban a su alrededor, y la Catedral de Laon no sufrió la devastación de sus vecinas Soissons o Reims, catedrales mártires. Sólo en cierta ocasión la explosión de un polvorín cercano la dejó casi sin vidrieras. Hasta la Revolución la respetó materialmente, porque espiritualmente le quitó el obispado y el rango catedralicio, que pasó a Soissons. Ahora es parroquia simple y llana. No me extrañaría que el párroco, solico él allá dentro, sufra de megalomanía o, si me apuras, hasta de agorafobia.
A Laon llega uno atravesando los campos de Picardía: suaves lomas, sotos de bosque atlántico, campos ubérrimos, granjas impolutas, pueblos que rivalizan en pulcritud y en su estatus de floridos. Eso sí, nosotros llegamos siguiendo el Camino de las Damas, jalonado a intervalos regulares por medio millón de cruces blancas. Parece mentira que estas tierras felices de la Dulce Francia conocieran hace un siglo el vendaval de fuego y locura de la Gran Guerra.
De repente, en el horizonte, aparece Laon. La ciudad antigua está aupada en su Montaña, con mayúscula. Son apenas cien metros de desnivel sobre la campiña, pero en estos paisajes apenas ondulados destaca como una mole. La llaman la Montaña Coronada, y razón no les falta: los pináculos de la Catedral le dan carta de realeza. La Catedral de Laon tiene cuatro torres, más la quinta que es el cimborrio, más bajo. E iba a tener siete, nada menos.
Hoy Laon es una encantadora ciudad de 25.000 habitantes, con un aire norteño e introvertido. Salvando las distancias, le ocurre lo que a Cuenca: la Montaña es áspera y exigua, con lo que la mayor parte de la población se ha bajado al llano y arriba queda un petit village, con ciertos signos de fosilización urbana. La Catedral es apabullante, obsesiva, en tan pequeño enclave se la ve desde todas partes. Cuando Laon la levantó tenía diez mil habitantes. No era grande entre las ciudades de la monarquía capeta, pero tenía el mayor cabildo de Francia (83 canónigos) y uno de los más ricos, eruditos e insensatos. En 1155 comenzó la obra, que avanzó a un ritmo frenético durante décadas para luego ralentizarle y por fin detenerse en el siglo XIV, dejando parte del plan original inconcluso, y reformando parte de lo trazado originalmente. Para entonces el taller había formado generaciones de constructores góticos que se esparcieron por doquier.
El interior es precioso. Muy pocas catedrales góticas transmiten esa sensación de equilibrio, de blancura, de amplitud. Y es grande: 110 metros de longitud por 56 de transepto. Sus enormes bóvedas sexpartitas, sus cuatro cuerpos en alzado, su linterna sobre el crucero crean un volumen unitario y coherente. Yo esperaba encontrar un gótico balbuciente como en Saint-Denis, como en Sens, pero Laon es otra cosa: es madurez, seguridad y osadía. Y sí, no es el delirio de los hastiales de Reims o Amiens, ni el clasicismo de Chartres, ni la terrible verticalidad de Beauvais, pero es un espacio interior maravilloso. Además la historia la ha tratado bien. La Montaña Coronada vio como todas las guerras pasaban a su alrededor, y la Catedral de Laon no sufrió la devastación de sus vecinas Soissons o Reims, catedrales mártires. Sólo en cierta ocasión la explosión de un polvorín cercano la dejó casi sin vidrieras. Hasta la Revolución la respetó materialmente, porque espiritualmente le quitó el obispado y el rango catedralicio, que pasó a Soissons. Ahora es parroquia simple y llana. No me extrañaría que el párroco, solico él allá dentro, sufra de megalomanía o, si me apuras, hasta de agorafobia.
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