Alcalá del Júcar...
El río Júcar, tal y como lo conocemos hoy, apenas tiene dos millones de años. Hasta entonces lo que nacía a los pies del Cerro de San Felipe, en el corazón de las Sierras de Cuenca, era el Guadiana. Después, por algún olvidado cataclismo o la simple erosión, toda la cabecera del río basculó hacia el Mediterraneo. Hoy, a lo largo de las Manchuelas, el Júcar traza el codo de captura que lo rota a Levante, en un cambio de rumbo radical con respecto al de sus primeros kilómetros. La cuenca del Guadiana quedó descabezada, un río sin orígenes claros, mientras que las aguas verdes y rápidas del nuevo río caudal atravesaban el zócalo manchego, viejo lago que fue, labrando un camino atroz de tajos y estrechos hasta el nuevo mar. Porque el precio que pagó el Júcar fue hacer de adulto lo que ya había tenido que hacer de niño: cavar, escapar de la Meseta de la manera más arriscada posible a través de una garganta ininterrumpida, desde Valdeganga hasta Sumacárcer, de 150 kilómetros de longitud, uno de los cañones peninsulares más espectaculares y a la vez menos conocidos. Su propia inaccesibilidad, y el hecho de que ha sido siempre frontera y límite humanos, han tenido parte de la culpa de esto. El hombre ha utilizado siempre al Júcar para separar, nunca para unir.
La garganta del Júcar en la Manchuela de Albacete es el más accesible de los tramos de este largo cañón del curso medio del Júcar, oasis de verdor en el secarral manchego, habitada desde la más remota antigüedad. El río, que en Valdeganga comienza tímidamente a horadar las calizas blandas del Terciario, en Villa de Ves corre por el fondo de un abismo magnífico, que se hundirá aún más de camino a Jalance y Cofrentes, ya en tierras valencianas. El progresivo encajonamiento del valle ha influido en el poblamiento humano, en los usos económicos y hasta en el folclore:
La garganta del Júcar en la Manchuela de Albacete es el más accesible de los tramos de este largo cañón del curso medio del Júcar, oasis de verdor en el secarral manchego, habitada desde la más remota antigüedad. El río, que en Valdeganga comienza tímidamente a horadar las calizas blandas del Terciario, en Villa de Ves corre por el fondo de un abismo magnífico, que se hundirá aún más de camino a Jalance y Cofrentes, ya en tierras valencianas. El progresivo encajonamiento del valle ha influido en el poblamiento humano, en los usos económicos y hasta en el folclore:
"Valdeganga es la Gloria,
Jorquera el Cielo,
Alcalá el Purgatorio
y Ves el Infierno".
No por nada hoy Valdeganga roza los dos mil habitantes y Villa de Ves apenas cuenta con cincuenta. Otro día hablaremos del patético espectáculo de Villa de Ves, nido de águilas con fortaleza califal, con su teatral santuario del Cristo de la Vida lanzando sombras sobre una villa muerta. Pero hoy nos toca el Purgatorio, aunque es un Purgatorio muy llevadero en el que no me importaría residir en los próximos, pongamos, diez mil años de penitencia, a la que estoy seguro que le iba a sacar el lado bueno.
Alcalá del Río de Júcar surgió, como Jorquera, en un peñasco al que el cañón contornea. Es difícil saber cuándo se ocupó por primera vez esta fortaleza natural, que incluso tiene como extensión una risca aislada, el Bolinche Manazas, que también tuvo ocupación y la leyenda de una escalera que baja hasta las aguas del río. Castillo islámico de la nueva línea de defensa que el poder almohade quiso levantar tras la caída de Cuenca, tomada por Alfonso VIII en 1211 (y retomada en 1213), la población medieval nunca abandonó la elevada plataforma hoy yerma, rodeada de "un cinto de piedra elevadisimo, y sin adbitrio para poderlo escalar". Luego, a finales de la Edad Media, los moradores fueron descendiendo a la orilla del río, a la vera de una ermita que devino en parroquia cuando la original en las alturas se arruinó. También junto al Puente, orgullo de la población, uno de los pocos puentes de piedra de la Ribera del Júcar, que las avenidas del río rompían una y otra vez y que sus gentes, tercas como mulas, volvían a levantar.
Alcalá creció de nuevo y de abajo arriba de la única manera posible: trepando y horadando, creando un urbanismo montaraz y caótico que no es medieval ni islámico, pero bien que lo parece, y llegando al sinsentido de superar en altura a la primitiva plataforma, que se había abandonado precisamente por elevada e incómoda. Un trazado encantador, de casba moruna sin serlo, desde sus orígenes "tan blanca como una niebe", obligados sus vecinos a picar la roca para aumentar un tanto los escasos solares de sus casas. El valle del Júcar siempre tuvo cuevas horadadas en la caliza blanca, fosilífera, fácil de trabajar. Las cuevas comarcanas fueron vivienda, santuario, silo, necrópolis, palomar y refugio, incluso con un castillo-cueva inédito, el de Garadén. Pero en Alcalá la cueva se convirtió en norma y hasta en arte, y aunque las grandes cuevas abiertas al turismo son más bien obra de los últimos años, decir que la peña alcalaeña está exhaustivamente socavada es ceñirse a la exacta realidad.
Alcalá es un destino turístico amable, perfecto para una mañana entera antes de seguir viaje, valle arriba o abajo. Su imagen turística se basa en el pintoresquismo y en su carácter de pueblo con encanto, pero con castillo, sólida iglesia, puente (y la peculiar plaza de toros) tiene una buena base monumental. Ello y las cuevas, que por muy contemporáneas que sean son un recurso turístico sorprendente y resultón.
Castillo de Alcalá. Del siglo XV, mandado levantar por D. Juan Pacheco, marqués de Villena, en sustitución de la vieja fortaleza islámica. |
Caserío y parroquia. La iglesia se construyó en el siglo XVI sobre la antigua ermita de Santa Quiteria, junto a la ribera del río. Luego se ampliaría en el siglo XVIII. |
Cuevas de Masagó. |
Cuevas de Masagó. |
Cuevas del Diablo. |
Portada principal de la parroquia. |
Retablo moderno. Todos los retablos, imágenes y ornamentos fueron destrozados en la Guerra Civil. |
Bóveda de terceletes en la parte original del templo |
Cúpula del crucero. |
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