Altomira, en la región de las nubes.
"...Es tan alto aquel sitio que muchas vezes ve las nuves debajo de sí, y tan conbatido de vientos furiosos que suelen arrancar peñascos, i tan cubierto de nieves el Invierno que puede competir con el Libano, i tan distante de poblado, que el mas cercano estava una legua". Así describía fray Francisco de Santa María, cronista de la orden carmelita, la cumbre de la Sierra de Altomira, el año 1644.
Hace unos días, con las últimas luces de una corta tarde decembrina, subí a lo alto de la Sierra de Altomira, mirador excepcional sobre las Alcarrias de Cuenca y Guadalajara. Pese a lo apartada que está, se llega allí relativamente deprisa, y la pista de tierra que arranca del Puerto está en buen estado. Altomira tiene alturas modestas comparada con cualquier dorsal de la Serranía de Cuenca. Las máximas cumbres, Altomira y Atalaya, suman respectivamente 1183 y 1172 metros. Pero es que la Sierra de Altomira eleva sus contrafuertes casi cuatrocientos metros por encima del manto de colinas alcarreño, con lo cual las perspectivas son espectaculares. De hecho, ninguna cumbre en la Sierra de Cuenca (ni siquiera Collado bajo o el Alto de la Bandera) tiene la panorámica limpia en todas direcciones que ofrece Altomira. Al sur, en tierras de la Mancha, la iguala pero no la mejora la Sierra Jarameña (donde está el Cerro de la Cruz y el castillo de Almenara), que forma parte de la misma línea de crestas calcáreas que corre de norte a sur desgajándose del Sistema Ibérico para acabar cediendo el paso a la llanura manchega, ya en el extremo sur de la provincia de Cuenca.
Al este se divisa la Serranía de Cuenca, a 70 kilómetros. Al oeste, Guadarrama y la Sierra de Gredos (a más de 200 kilómetros esta última). Al norte la Olla de Bolarque sepultada entre cerros y el Pico del Ocejón (a 110 kilómetros). Al sur, Almenara con su castillo y la llanura manchega, punteándose apenas a lo lejos, en un horizonte aceitoso, el perfil de Sierra Morena, también a más de 200 kilómetros. Abajo, en todas direcciones, cien poblaciones salteadas por vegas y valles. Como atalaya no está mal, pardiez. A ver quién da más.
De anteriores visitas al lugar, recuerdo siempre el viento. Es lugar de grandes aires la solitaria cumbre de Altomira, batida por céfiro, ábrego y aquilón, con foehn de ladera a favor del oeste dominante. En verano, de los llanos recalentados de abajo sube un viento de valle tórrido y seco, que sobre la línea de cumbres crea divergencias y restituciones feroces. Así que el otro día la sorpresa fue que el aire estaba completamente quieto, a pesar de que el anticiclón invernal cedía un poco para dejar pasar un tendal de nubes altas. Casi se estaba bien allí, a pesar del intenso frío, precursor de una estupenda pelona en ciernes. Aprovechando la calma chicha y la poca luz que quedaba, me dediqué a contornear tranquilamente la cumbre a la espera de una puesta de sol que se anticipaba esplendorosa. Casi en lo más alto, junto a repetidores y antenas, se levanta la ermita de la Virgen de Altomira, fundada en el siglo XVI pero de moderna reconstrucción (en los años de 1960) y escaso valor. Junto a ella, una pequeña peña que marca la máxima cota y en torno a ella, aquí y allá, restos de edificaciones.
En lo alto de la Sierra de Altomira dicen que hubo castillo del Temple. Otra vez con los templarios dale que te pego, qué cruz. Lo de la casa y/o castillo (va en versiones) de los Pobres Compañeros lo citan casi todas las fuentes documentales que hablan del lugar a partir del siglo XVIII (así, desde el Tomás López pasando por Madoz y hasta hoy), pero según parece no antes. Otras fuentes que hablan de Altomira en los siglos XVI y XVII (desde las Relaciones de Felipe II hasta Baltasar Porreño) nada dicen del particular, así que sería curioso saber de dónde sale la información, otra de tantas supuestas fundaciones templarias en el Obispado de Cuenca (desde Garaballa hasta Priego) que si la orden hubiese tenido que proveer todas de freires no es extraño que perdiese Tierra Santa. Pero puestos a chirriar y a rechinar, incluso me extrañaría menos lo de los templarios que lo del castillo, que allí arriba no tiene la más mínima razón de ser, porque tan alejado de valles, poblaciones, rutas, cañadas, veredas y cualquier otra presencia o actividad humana, carece de sentido. En las Relaciones de Felipe II (en las que se pregunta de forma explícita por fortalezas), los vecinos de Mazarulleque describen los cimientos de argamasa que sobrevivían del antiguo castillo en el núcleo de población, pero no dicen nada de fortificación o sus restos en Altomira. Es posible, eso sí, que allí hubiese una vigía, como en el cercano Cerro de la Atalaya o en Almenara. En Almenara sí que se levantó castillo, pero es que allí hubo población a los pies de la fortaleza (no el actual núcleo de Puebla de Almenara), además de salto de puerto y cruce de vías pecuarias.
Todas las estructuras que aún son visibles (bien pocas, porque la cumbre fue nivelada con maquinaria) pertenecen al antiguo convento carmelita que se levantó aquí en el siglo XVI. Al célebre Convento de Altomira, fundación temprana de la orden descalza, de temible reputación, que hacía estremecerse (mejor dicho, tiritar) al más ascético y arrebatado fraile carmelita. Y más le valiera que ardiese de celo como proclamaba el lema de su orden. Falta le iba a hacer.
Lo de subirse a lo alto para aproximación y mejor veneración a la divinidad es consustancial al pensamiento religioso y a la especie humana, con independencia del credo y de la época. Lo que pasa es que hay altos y altos, y la cumbre de Altomira es asaz áspera e inclemente, "lugar mas para atalayas, o centinelas en tiempo de enemigos, que para abitacion de honbres...". Sin poder descartar la existencia anterior de presencia eremita en el lugar, los cultos en Altomira comienzan documentalmente en 1563, año en que D. Diego del Castillo, clérigo secular, natural de la ciudad de Huete, descubrió en una oquedad de la peña una antigua imagen mariana, escondida allí (por supuesto) desde la invasión agarena. Don Diego le dio la advocación del Socorro y levantó allí mismo una diminuta ermita con una cabaña de santero adosada, en la que él mismo comenzó a ejercer de ermitaño. Alguna fuente habla de un Pedro del Castillo como eremita, pero creo que se trata de un error, y estamos ante el mismo personaje. No era nuestro presbítero un ermitaño al uso, puesto que además de carrera eclesiástica tenía amplias luces. También ciertos posibles, ya que viajó a Roma y adquirió allí ciertas reliquias (de Santa Lucía, Santa Águeda y San Blas) y hasta una bula con las que enriqueció su humilde fundación en la cumbre de Altomira. Tampoco hubo de perseverar demasiado en la soledad contemplativa, pues pronto hizo gestiones para mudar su ermita en casa de religiosos. Los carmelitas descalzos, todavía en pleno proceso fundacional y recién asentados en Pastrana (1569), aceptaron la oferta. Previa donación de la ermita y con los permisos y auspicios del obispo de Cuenca, Bernardo de Fresneda, y del concejo de Mazarulleque (recién nombrada villa), el prior de Pastrana, fray Baltasar de Jesús, ordenó fundar en Altomira.
Unos días después, seis increíbles y esforzados carmelitas subían a trompicones los costarrones de Altomira, con los pies hechos pura ampolla y los hábitos desgarrados por zarzas y espinos. Eran fray Francisco de Jesús (como vicario), fray Brocardo de San Laurencio, fray Alberto de San Francisco, fray Francisco de la Concepción (novicio) y dos hermanos más de nombre ignorado. El 24 de noviembre de 1571 se dio por fundado el Convento de Nuestra Señora del Socorro de Altomira. Era la cuarta fundación del Carmelo Descalzo, después de las de Duruelo, Pastrana y Alcalá de Henares. La primera en la provincia de Cuenca. Todavía vivía Teresa de Ávila, que nueve años después fundaría en Villanueva de la Jara.
Los ímpetus devocionales eran indiscutibles. La sensatez brillaba por su ausencia. Ocupar el escaso recinto con el invierno encima, sin tiempo para ejecutar mejoras y apenas sin provisiones era algo que rozaba la temeridad. Vamos, del género tonto, que Dios dijo santos, pero no inconscientes. Como no podía ser de otra forma, el primer invierno de los carmelitas en la cima de Altomira fue un perfecto repertorio de todas las formas y maneras de pasarlas canutas:
"Entro tan de golpe [el invierno] que no tuvieron los nuevos solitarios lugar para repararse. Y la posada era un pobre aposentillo puesto al lado de la Ermita. Hallaronse sin leña, porque aquel peñasco era por su altura sin jugo, i por su frialdad sin abrigo, aun para las yerbas i matas silbestres. Por lo cual les era fuerça traer la leña de otros montes distantes a media legua, y el sustento de mucho mas lejos, con peligro de quedar sepultados en la nieve..."
"Començo la nieve a visitarlos, i con la ventisca se entraba por entre las tejas dentro del dormitorio, i como iva cayendo se iba elando, y elava la ropa..."
"Cargando la nieve les cerro los pasos de la provision, i la puerta de la iglesia de tal manera que en muchos dias no pudieron abrirla. Sobrevinieron los yelos que de la nieve hizieron piedras, i elaron no solamente el agua, sino el vino. Por lo qual quando el Padre Vicario decia Misa ... era necesario llevar unas ascuas a la Iglesia para deselar las anpolletas. I en una tinaja donde tenian un poco de vino, lo partian con un cuchillo. La bevida no la echaban en las tazas de refetorio hasta que querian bever, porque luego se elaba en las mesmas tazas. Si quitaban la olla de la lunbre, dentro de breve espacio sucedia lo mismo..."
"Algunas vezes fueron los aires tan furiosos, i tan horrendos los bramidos que daban, que no les era posible oirse unos a otros en el Coro, i hincado de rodillas rezaba cada uno para si".
"El agua traian un quarto de legua, de la fuente que llaman de la Salceda: i precediendo el Padre Vicario con su cántaro le seguian los demas, sobre aquellas nieves i cuchillos... una vez acontecio ser necesario llegar a la lumbre las manos para poderlas despegar del asa del cantaro..."
"El abrigo del dia era un sayal aspero, el de la noche un poco de paja y dos mantas para todos: i se tuvo por grande regalo conprar adelante otras dos..."
Obvio el resto del catálogo de penalidades, que lo anterior ya da una buena idea. Suerte tuvieron de que ninguno acabase congelado, que a punto estuvieron en un par de ocasiones. Resulta evidente que para aguantar allí la diminuta congregación hizo gala de una fortaleza mental y espiritual a toda prueba. Enseguida la fama del nuevo convento corrió por toda la comarca. Llegaron los prodigios y los milagros. Los frailes pronto bajaron a los pueblos de los alrededores a prestar auxilio espiritual, a cambio de sustento y limosnas. Los pueblos les enviaban provisiones y leña. Se acometieron obras, rodeando la diminuta ermita con las dependencias conventuales necesarias, pequeñas y humildes. Los muros eran bajos, pero gruesos, y las ventanas mínimas y angostas. Los siguientes inviernos fueron duros, pero los recibieron mejor preparados. La comunidad creció, pero nunca pasó de una docena de frailes, a lo sumo.
La reputación también se extendía por la orden descalza, que veía en Altomira un nuevo Carmelo. Por el Convento de Altomira pasaron importantes personalidades carmelitas. Algunas veces fueron estancias breves, de verano. A menudo antes de los últimos votos. Parece como si los superiores de Pastrana, vivero de carmelitas, quisieran mandar allí a los novicios para que tuviesen bien claro lo que suponía abrazar la Descalcez. El propio San Juan de la Cruz planeó retirarse a Altomira aunque no pudo llevarlo a cabo, retenido por las monjas de la Encarnación de Ávila de las que era confesor. En Altomira tomó el hábito fray Elías de San Martín, segundo General de la Orden Carmelita. También por allí pasó brevemente, en 1572 y de novicio, Juan de Jesús Roca, primer carmelita descalzo catalán, que ya ordenado fue vicario de Altomira una corta temporada. Igualmente lo hizo en 1582 Fernando Martínez Crespo, que llegaría a Superior General de la Congregación de Italia, confesor de Pablo V y amigo de Gregorio XV y Urbano VIII. Y es que aquel lugar desangelado, acribillado de granizos y ventoleras, templaba los corazones y las almas.
La vida en Altomira fue siempre muy dura, cierto, pero también la orden carmelita acabó extendiendo sobre ella una imagen extrema, un panegírico de virtudes frente al sufrimiento que acabó despertando el enojo de más de uno que había vivido en persona aquello y que, después de acabar con sabañones hasta en los párpados, veía una falta de respeto en la proliferación de historias fantásticas. Juan de Jesús Roca se quejaba: "Lo otro de que me avisaron que tiene Vuestra Reverencia escrito, es de ciertas relaciones que le dieron acerca de la casa de Altomira, diciendo que era tanta la necesidad que en ella pasaban los religiosos, que andaban paciendo las hierbas por aquella montaña; y como no conocían las hierbas, enfermaron muchos, y algunos morían, y que por evitar este inconveniente, dieron en llevar un Jumento delante, y que pascían los frailes hierbas que él iba comiendo, y dejaban las que él dejaba; lo cual, salvo honor de quien lo dijo, yo lo tengo por una patraña; porque siendo yo novicio en Pastrana, me llevaron a aquella fundación, y supe que no Ies faltaba la comida; y después de profeso me enviaron de vicario de aquella casa, y no sólo no faltaba comida, sino que teníamos para muchos pasajeros y otras gentes, con estar entonces diez o doce religiosos, porque de todos aquellos lugares circunvecinos nos daban mucha limosna".
El Convento de Altomira no prosperó. No había agua, nada se podía plantar, los escasos animales que intentaron criar los frailes no salieron adelante, la leña era un problema en una sierra por entonces muy deforestada. Además, la orden tenía demasiados frentes abiertos, y fundaciones en lugares más adecuados que requerían atenciones prioritarias, con lo que los mínimos fondos que necesitaba para su mero mantenimiento cada vez llegaron más tarde, y peor. Realmente, en lo que a rigores ascéticos se refiere, Altomira fue un ensayo, un experimento, un preludio de lo que habrían de ser los Desiertos Carmelitas. En agosto de 1592 arrancó la primera y más potente fundación eremítica carmelita: El Desierto de Bolarque (del que ya hablamos aquí hace no demasiado). El nuevo convento en Bolarque estaba además demasiado cercano, y ejerció desde el primer momento una competencia evidente sobre Altomira. Ademas, Bolarque supo atraerse a todo un plantel de grandes nobles benefactores, cosa que Altomira nunca hizo. Solamente las humildes gentes de Mazarulleque, de Vellisca o de Almonacid ayudaban a mantener Altomira con sus magros sustentos y sus haces de leña. Tampoco el clima daba tregua, y los propios frailes veteranos se daban cuenta de que los inviernos eran cada vez más duros, más frescos y breves los veranos. ¿Cómo podrían aquellas almas benditas haberse dado cuenta de que el clima de Europa se deslizaba por la gélida pendiente de la Pequeña Edad Glacial, hacia el Mínimo de Maunder? El continente entero se congelaba, y los muros de Altomira se estremecían con la embestida de la cellisca y de vendavales salvajes. Altomira se abandonó, en algún momento a comienzos del siglo XVII, más o menos tres décadas de devoción en la región de las nubes. En 1622 Baltasar Porreño lo daba ya por extinto "antiguamente". Quizás un único fraile ermitaño se quedó allí al cuidado de la imagen, acaso se siguió ocupando en verano durante una temporada, hasta que el deterioro de las estructuras hizo que ni eso fuese posible. Quedó la exigua capilla convertida en ermita, lo que fue en sus orígenes, con una Virgen del Socorro que enseguida fue de Altomira, mantenida por los vecinos de Mazarulleque y otros pueblos limítrofes, que continuaron con la devoción que llega hasta hoy.
De repente, se levantó viento en la cumbre de Altomira. Un golpe de aire brusco, cortante, hizo titilar las antenas de comunicación. El sol estaba a punto de ponerse ya, sobre el horizonte infinito de la curvatura terrestre. Para cubrirme del ventarrón, que era ya constante y frío, busqué resguardo en un saliente de la peña que formaba un banco natural, mientras contemplaba como el disco solar descendía grado a grado buscando el nadir, arrancando de las nubes una vorágine de color explosivo y juegos de luz. Y entonces reparé de súbito en que no era ni mucho menos el primero que se sentaba exactamente allí, y mirando en esa misma dirección, porque estoy seguro que cuatro siglos antes lo hicieron un puñado de insensatos de desastrados hábitos pardos. Menudo espectáculo de cielo. Bueno, no tan insensatos.
Hace unos días, con las últimas luces de una corta tarde decembrina, subí a lo alto de la Sierra de Altomira, mirador excepcional sobre las Alcarrias de Cuenca y Guadalajara. Pese a lo apartada que está, se llega allí relativamente deprisa, y la pista de tierra que arranca del Puerto está en buen estado. Altomira tiene alturas modestas comparada con cualquier dorsal de la Serranía de Cuenca. Las máximas cumbres, Altomira y Atalaya, suman respectivamente 1183 y 1172 metros. Pero es que la Sierra de Altomira eleva sus contrafuertes casi cuatrocientos metros por encima del manto de colinas alcarreño, con lo cual las perspectivas son espectaculares. De hecho, ninguna cumbre en la Sierra de Cuenca (ni siquiera Collado bajo o el Alto de la Bandera) tiene la panorámica limpia en todas direcciones que ofrece Altomira. Al sur, en tierras de la Mancha, la iguala pero no la mejora la Sierra Jarameña (donde está el Cerro de la Cruz y el castillo de Almenara), que forma parte de la misma línea de crestas calcáreas que corre de norte a sur desgajándose del Sistema Ibérico para acabar cediendo el paso a la llanura manchega, ya en el extremo sur de la provincia de Cuenca.
Al este se divisa la Serranía de Cuenca, a 70 kilómetros. Al oeste, Guadarrama y la Sierra de Gredos (a más de 200 kilómetros esta última). Al norte la Olla de Bolarque sepultada entre cerros y el Pico del Ocejón (a 110 kilómetros). Al sur, Almenara con su castillo y la llanura manchega, punteándose apenas a lo lejos, en un horizonte aceitoso, el perfil de Sierra Morena, también a más de 200 kilómetros. Abajo, en todas direcciones, cien poblaciones salteadas por vegas y valles. Como atalaya no está mal, pardiez. A ver quién da más.
De anteriores visitas al lugar, recuerdo siempre el viento. Es lugar de grandes aires la solitaria cumbre de Altomira, batida por céfiro, ábrego y aquilón, con foehn de ladera a favor del oeste dominante. En verano, de los llanos recalentados de abajo sube un viento de valle tórrido y seco, que sobre la línea de cumbres crea divergencias y restituciones feroces. Así que el otro día la sorpresa fue que el aire estaba completamente quieto, a pesar de que el anticiclón invernal cedía un poco para dejar pasar un tendal de nubes altas. Casi se estaba bien allí, a pesar del intenso frío, precursor de una estupenda pelona en ciernes. Aprovechando la calma chicha y la poca luz que quedaba, me dediqué a contornear tranquilamente la cumbre a la espera de una puesta de sol que se anticipaba esplendorosa. Casi en lo más alto, junto a repetidores y antenas, se levanta la ermita de la Virgen de Altomira, fundada en el siglo XVI pero de moderna reconstrucción (en los años de 1960) y escaso valor. Junto a ella, una pequeña peña que marca la máxima cota y en torno a ella, aquí y allá, restos de edificaciones.
En lo alto de la Sierra de Altomira dicen que hubo castillo del Temple. Otra vez con los templarios dale que te pego, qué cruz. Lo de la casa y/o castillo (va en versiones) de los Pobres Compañeros lo citan casi todas las fuentes documentales que hablan del lugar a partir del siglo XVIII (así, desde el Tomás López pasando por Madoz y hasta hoy), pero según parece no antes. Otras fuentes que hablan de Altomira en los siglos XVI y XVII (desde las Relaciones de Felipe II hasta Baltasar Porreño) nada dicen del particular, así que sería curioso saber de dónde sale la información, otra de tantas supuestas fundaciones templarias en el Obispado de Cuenca (desde Garaballa hasta Priego) que si la orden hubiese tenido que proveer todas de freires no es extraño que perdiese Tierra Santa. Pero puestos a chirriar y a rechinar, incluso me extrañaría menos lo de los templarios que lo del castillo, que allí arriba no tiene la más mínima razón de ser, porque tan alejado de valles, poblaciones, rutas, cañadas, veredas y cualquier otra presencia o actividad humana, carece de sentido. En las Relaciones de Felipe II (en las que se pregunta de forma explícita por fortalezas), los vecinos de Mazarulleque describen los cimientos de argamasa que sobrevivían del antiguo castillo en el núcleo de población, pero no dicen nada de fortificación o sus restos en Altomira. Es posible, eso sí, que allí hubiese una vigía, como en el cercano Cerro de la Atalaya o en Almenara. En Almenara sí que se levantó castillo, pero es que allí hubo población a los pies de la fortaleza (no el actual núcleo de Puebla de Almenara), además de salto de puerto y cruce de vías pecuarias.
Todas las estructuras que aún son visibles (bien pocas, porque la cumbre fue nivelada con maquinaria) pertenecen al antiguo convento carmelita que se levantó aquí en el siglo XVI. Al célebre Convento de Altomira, fundación temprana de la orden descalza, de temible reputación, que hacía estremecerse (mejor dicho, tiritar) al más ascético y arrebatado fraile carmelita. Y más le valiera que ardiese de celo como proclamaba el lema de su orden. Falta le iba a hacer.
Lo de subirse a lo alto para aproximación y mejor veneración a la divinidad es consustancial al pensamiento religioso y a la especie humana, con independencia del credo y de la época. Lo que pasa es que hay altos y altos, y la cumbre de Altomira es asaz áspera e inclemente, "lugar mas para atalayas, o centinelas en tiempo de enemigos, que para abitacion de honbres...". Sin poder descartar la existencia anterior de presencia eremita en el lugar, los cultos en Altomira comienzan documentalmente en 1563, año en que D. Diego del Castillo, clérigo secular, natural de la ciudad de Huete, descubrió en una oquedad de la peña una antigua imagen mariana, escondida allí (por supuesto) desde la invasión agarena. Don Diego le dio la advocación del Socorro y levantó allí mismo una diminuta ermita con una cabaña de santero adosada, en la que él mismo comenzó a ejercer de ermitaño. Alguna fuente habla de un Pedro del Castillo como eremita, pero creo que se trata de un error, y estamos ante el mismo personaje. No era nuestro presbítero un ermitaño al uso, puesto que además de carrera eclesiástica tenía amplias luces. También ciertos posibles, ya que viajó a Roma y adquirió allí ciertas reliquias (de Santa Lucía, Santa Águeda y San Blas) y hasta una bula con las que enriqueció su humilde fundación en la cumbre de Altomira. Tampoco hubo de perseverar demasiado en la soledad contemplativa, pues pronto hizo gestiones para mudar su ermita en casa de religiosos. Los carmelitas descalzos, todavía en pleno proceso fundacional y recién asentados en Pastrana (1569), aceptaron la oferta. Previa donación de la ermita y con los permisos y auspicios del obispo de Cuenca, Bernardo de Fresneda, y del concejo de Mazarulleque (recién nombrada villa), el prior de Pastrana, fray Baltasar de Jesús, ordenó fundar en Altomira.
Unos días después, seis increíbles y esforzados carmelitas subían a trompicones los costarrones de Altomira, con los pies hechos pura ampolla y los hábitos desgarrados por zarzas y espinos. Eran fray Francisco de Jesús (como vicario), fray Brocardo de San Laurencio, fray Alberto de San Francisco, fray Francisco de la Concepción (novicio) y dos hermanos más de nombre ignorado. El 24 de noviembre de 1571 se dio por fundado el Convento de Nuestra Señora del Socorro de Altomira. Era la cuarta fundación del Carmelo Descalzo, después de las de Duruelo, Pastrana y Alcalá de Henares. La primera en la provincia de Cuenca. Todavía vivía Teresa de Ávila, que nueve años después fundaría en Villanueva de la Jara.
Los ímpetus devocionales eran indiscutibles. La sensatez brillaba por su ausencia. Ocupar el escaso recinto con el invierno encima, sin tiempo para ejecutar mejoras y apenas sin provisiones era algo que rozaba la temeridad. Vamos, del género tonto, que Dios dijo santos, pero no inconscientes. Como no podía ser de otra forma, el primer invierno de los carmelitas en la cima de Altomira fue un perfecto repertorio de todas las formas y maneras de pasarlas canutas:
"Entro tan de golpe [el invierno] que no tuvieron los nuevos solitarios lugar para repararse. Y la posada era un pobre aposentillo puesto al lado de la Ermita. Hallaronse sin leña, porque aquel peñasco era por su altura sin jugo, i por su frialdad sin abrigo, aun para las yerbas i matas silbestres. Por lo cual les era fuerça traer la leña de otros montes distantes a media legua, y el sustento de mucho mas lejos, con peligro de quedar sepultados en la nieve..."
"Començo la nieve a visitarlos, i con la ventisca se entraba por entre las tejas dentro del dormitorio, i como iva cayendo se iba elando, y elava la ropa..."
"Cargando la nieve les cerro los pasos de la provision, i la puerta de la iglesia de tal manera que en muchos dias no pudieron abrirla. Sobrevinieron los yelos que de la nieve hizieron piedras, i elaron no solamente el agua, sino el vino. Por lo qual quando el Padre Vicario decia Misa ... era necesario llevar unas ascuas a la Iglesia para deselar las anpolletas. I en una tinaja donde tenian un poco de vino, lo partian con un cuchillo. La bevida no la echaban en las tazas de refetorio hasta que querian bever, porque luego se elaba en las mesmas tazas. Si quitaban la olla de la lunbre, dentro de breve espacio sucedia lo mismo..."
"Algunas vezes fueron los aires tan furiosos, i tan horrendos los bramidos que daban, que no les era posible oirse unos a otros en el Coro, i hincado de rodillas rezaba cada uno para si".
"El agua traian un quarto de legua, de la fuente que llaman de la Salceda: i precediendo el Padre Vicario con su cántaro le seguian los demas, sobre aquellas nieves i cuchillos... una vez acontecio ser necesario llegar a la lumbre las manos para poderlas despegar del asa del cantaro..."
"El abrigo del dia era un sayal aspero, el de la noche un poco de paja y dos mantas para todos: i se tuvo por grande regalo conprar adelante otras dos..."
Obvio el resto del catálogo de penalidades, que lo anterior ya da una buena idea. Suerte tuvieron de que ninguno acabase congelado, que a punto estuvieron en un par de ocasiones. Resulta evidente que para aguantar allí la diminuta congregación hizo gala de una fortaleza mental y espiritual a toda prueba. Enseguida la fama del nuevo convento corrió por toda la comarca. Llegaron los prodigios y los milagros. Los frailes pronto bajaron a los pueblos de los alrededores a prestar auxilio espiritual, a cambio de sustento y limosnas. Los pueblos les enviaban provisiones y leña. Se acometieron obras, rodeando la diminuta ermita con las dependencias conventuales necesarias, pequeñas y humildes. Los muros eran bajos, pero gruesos, y las ventanas mínimas y angostas. Los siguientes inviernos fueron duros, pero los recibieron mejor preparados. La comunidad creció, pero nunca pasó de una docena de frailes, a lo sumo.
La reputación también se extendía por la orden descalza, que veía en Altomira un nuevo Carmelo. Por el Convento de Altomira pasaron importantes personalidades carmelitas. Algunas veces fueron estancias breves, de verano. A menudo antes de los últimos votos. Parece como si los superiores de Pastrana, vivero de carmelitas, quisieran mandar allí a los novicios para que tuviesen bien claro lo que suponía abrazar la Descalcez. El propio San Juan de la Cruz planeó retirarse a Altomira aunque no pudo llevarlo a cabo, retenido por las monjas de la Encarnación de Ávila de las que era confesor. En Altomira tomó el hábito fray Elías de San Martín, segundo General de la Orden Carmelita. También por allí pasó brevemente, en 1572 y de novicio, Juan de Jesús Roca, primer carmelita descalzo catalán, que ya ordenado fue vicario de Altomira una corta temporada. Igualmente lo hizo en 1582 Fernando Martínez Crespo, que llegaría a Superior General de la Congregación de Italia, confesor de Pablo V y amigo de Gregorio XV y Urbano VIII. Y es que aquel lugar desangelado, acribillado de granizos y ventoleras, templaba los corazones y las almas.
La vida en Altomira fue siempre muy dura, cierto, pero también la orden carmelita acabó extendiendo sobre ella una imagen extrema, un panegírico de virtudes frente al sufrimiento que acabó despertando el enojo de más de uno que había vivido en persona aquello y que, después de acabar con sabañones hasta en los párpados, veía una falta de respeto en la proliferación de historias fantásticas. Juan de Jesús Roca se quejaba: "Lo otro de que me avisaron que tiene Vuestra Reverencia escrito, es de ciertas relaciones que le dieron acerca de la casa de Altomira, diciendo que era tanta la necesidad que en ella pasaban los religiosos, que andaban paciendo las hierbas por aquella montaña; y como no conocían las hierbas, enfermaron muchos, y algunos morían, y que por evitar este inconveniente, dieron en llevar un Jumento delante, y que pascían los frailes hierbas que él iba comiendo, y dejaban las que él dejaba; lo cual, salvo honor de quien lo dijo, yo lo tengo por una patraña; porque siendo yo novicio en Pastrana, me llevaron a aquella fundación, y supe que no Ies faltaba la comida; y después de profeso me enviaron de vicario de aquella casa, y no sólo no faltaba comida, sino que teníamos para muchos pasajeros y otras gentes, con estar entonces diez o doce religiosos, porque de todos aquellos lugares circunvecinos nos daban mucha limosna".
El Convento de Altomira no prosperó. No había agua, nada se podía plantar, los escasos animales que intentaron criar los frailes no salieron adelante, la leña era un problema en una sierra por entonces muy deforestada. Además, la orden tenía demasiados frentes abiertos, y fundaciones en lugares más adecuados que requerían atenciones prioritarias, con lo que los mínimos fondos que necesitaba para su mero mantenimiento cada vez llegaron más tarde, y peor. Realmente, en lo que a rigores ascéticos se refiere, Altomira fue un ensayo, un experimento, un preludio de lo que habrían de ser los Desiertos Carmelitas. En agosto de 1592 arrancó la primera y más potente fundación eremítica carmelita: El Desierto de Bolarque (del que ya hablamos aquí hace no demasiado). El nuevo convento en Bolarque estaba además demasiado cercano, y ejerció desde el primer momento una competencia evidente sobre Altomira. Ademas, Bolarque supo atraerse a todo un plantel de grandes nobles benefactores, cosa que Altomira nunca hizo. Solamente las humildes gentes de Mazarulleque, de Vellisca o de Almonacid ayudaban a mantener Altomira con sus magros sustentos y sus haces de leña. Tampoco el clima daba tregua, y los propios frailes veteranos se daban cuenta de que los inviernos eran cada vez más duros, más frescos y breves los veranos. ¿Cómo podrían aquellas almas benditas haberse dado cuenta de que el clima de Europa se deslizaba por la gélida pendiente de la Pequeña Edad Glacial, hacia el Mínimo de Maunder? El continente entero se congelaba, y los muros de Altomira se estremecían con la embestida de la cellisca y de vendavales salvajes. Altomira se abandonó, en algún momento a comienzos del siglo XVII, más o menos tres décadas de devoción en la región de las nubes. En 1622 Baltasar Porreño lo daba ya por extinto "antiguamente". Quizás un único fraile ermitaño se quedó allí al cuidado de la imagen, acaso se siguió ocupando en verano durante una temporada, hasta que el deterioro de las estructuras hizo que ni eso fuese posible. Quedó la exigua capilla convertida en ermita, lo que fue en sus orígenes, con una Virgen del Socorro que enseguida fue de Altomira, mantenida por los vecinos de Mazarulleque y otros pueblos limítrofes, que continuaron con la devoción que llega hasta hoy.
De repente, se levantó viento en la cumbre de Altomira. Un golpe de aire brusco, cortante, hizo titilar las antenas de comunicación. El sol estaba a punto de ponerse ya, sobre el horizonte infinito de la curvatura terrestre. Para cubrirme del ventarrón, que era ya constante y frío, busqué resguardo en un saliente de la peña que formaba un banco natural, mientras contemplaba como el disco solar descendía grado a grado buscando el nadir, arrancando de las nubes una vorágine de color explosivo y juegos de luz. Y entonces reparé de súbito en que no era ni mucho menos el primero que se sentaba exactamente allí, y mirando en esa misma dirección, porque estoy seguro que cuatro siglos antes lo hicieron un puñado de insensatos de desastrados hábitos pardos. Menudo espectáculo de cielo. Bueno, no tan insensatos.
La cumbre del cerro de Altomira desde el carril de acceso. |
Pieza de sillería en la ladera. |
Restos de cimentación y muro, junto la peña, al NO. |
La torrecilla desde la peña de la ermita. |
Panorámica hacia NE. Valle de Altomira, con Garcinarro en primer término. Atrás, la cola del embalse de Buendía y el parque eólico entre Villalba del Rey y Cañaveruelas. |
Mazarulleque. Detrás el Cerro de la Mudarra. En la línea de horizonte las cumbres de la Sierra de Cuenca. |
Bueno. Ya empieza... |
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