Hoy son las calendas de enero, y toca hablar de lo que
creo que es, salvo error u omisión por mi parte, el último vestigio de una
Januaria que puede rastrearse en la provincia de Cuenca.
Pero en el principio, fue el milagro. Como tal se lo oí
contar, hace casi veinte años, a Jesús Mondaray, de edad de 70 por entonces,
que lo había oído en repetidas ocasiones de su abuelo, Sinforoso Monsulén,
finado a la edad de 93, pozo de sabiduría popular y cervato de pro, quien a su
vez afirmaba haberla escuchado a sus mayores. La narración, salpicada entonces por
comentarios de otros cuatro vecinos presentes, afirmaba que en el día de la fiesta del Jesús Bendito llegó al pueblo
un matrimonio que había peregrinado una larga distancia, descalzos, para pedir
el favor de la imagen. Uno añadió que procedían de Cañete; otro, corrigiéndole, de
Salvacañete o quizás de más lejos aún. Vinieran de donde viniesen, la pareja
ofrecía un aspecto tan lastimoso que los lugareños le hicieron corro al llegar
a la plaza. Las piernas y los pies de ambos estaban tan cubiertos de llagas y
laceraciones que apenas podían andar, además del agotamiento de cubrir tan
larga distancia en descampado y con los rigores del invierno. Tirando de sus
últimas fuerzas subieron la áspera vereda hasta la ermita, y era tal su estado
que los últimos metros tuvieron que hacerlos de rodillas, que según cuentan
quedaron destrozadas en los cantos de la senda. Al llegar al pequeño santuario,
se postraron entre gritos y lágrimas bajo la mirada severa del Jesús de La Cierva. El caso es que al descender ya pudieron caminar, y para estupor
de todos, en breves instantes y ante la vista de todo el pueblo sus llagas se
curaron, de tal manera que no quedó ni rastro de ellas, sin que en ningún
momento la pareja se ocultase para tramar una hipotética superchería.
Lo cierto es que el hecho sobrenatural tiene (o tenía) un
tremendo peso en el folclore de la Serranía de Cuenca, tierra donde el
conocimiento mágico ha mostrado hasta fechas muy recientes un peso mucho mayor
que en otras comarcas más permeables. Este componente mágico a veces se
imbricaba con el hecho religioso (el "milagro" popular), pero en muchas otras
ocasiones impregnaba mil pequeñas creencias y ritos de la existencia cotidiana,
desde el ensalmo para no cortar la leche hasta las letanías de sanación de la
curandera de Tejadillos, allá por los años cincuenta. En los años noventa tuve
el privilegio de contemplar como un pastor, en la Hoz del Alonjero, se subía a
una peña para lanzar un conjuro al nubarrón que se le estaba formando encima, a
grito pelado. Tal cual, como en los libros de etnología. Menos mal que no me
vio. De lo contrario con seguridad no lo hubiese hecho.
Antropológicamente, varias razones confluyen para la
explicar la omnipresencia de lo sobrenatural en las sierras de Cuenca: el
terrible aislamiento, la ausencia de cortes en la secuencia histórica de
población desde la antigüedad, la poca penetración del racionalismo moderno
como sistema de pensamiento… Lo Mágico como elemento cotidiano no es sino un
síntoma de que estamos ante una cultura popular con elementos muy primitivos,
refractaria a los cambios, sincrética por cuanto ha incorporado capa sobre capa
sin alterar el sustrato más profundo. Una comarca que venera a una virgen en
una caverna rodeada de estalactitas y de ofrendas de la Edad del Hierro, y a
otra virgen en ermita que fue cueva-santuario céltica, y a otra que se ilumina
con un rayo de luz el 15 de agosto, y a otra que vuelve sola a su pueblo, con nocturnidad y alevosía, cada
vez que se la llevan… así que cuando se tira del hilo de cualquier festividad
de la Sierra de Cuenca, se puede uno encontrar cualquier cosa.
La pena, claro, es que la despoblación en la Serranía de
Cuenca haya hecho trizas la mayor parte de todo ese patrimonio intangible antes
de poder ser catalogado e inventariado. Hace veinte años, cuando un servidor era
un pipiolo recién salido de la facultad que iba de pueblo en pueblo con la
grabadora debajo del brazo, todavía se sacaba algo de vez en cuando. Ahora, solamente
los restos de los restos en pueblos reducidos a los alambres, retales de folclore contaminados y
espurios después de décadas de irrupción de la modernidad. La Cierva tenía ocho
fiestas. Casi ninguna se celebra ya. El desierto demográfico y el conocimiento
empírico avanzan, y traen con ellos la ruina de la cultura popular y el
folclore de la Serranía de Cuenca. Consummatum
est.
La imagen de Nuestro Padre Jesús de La Cierva mantiene todavía
hoy una intensa devoción popular en la comarca, Cristo con fama de milagrero. Los
exvotos de su ermita dan fe de ello. Los cultos han devenido muy a menos en las
últimas décadas por el desplome demográfico de la localidad (35 habitantes), aunque
se mantienen reducidos a un mínimo. Cuando uno llega al pueblo este Jesús
extraña. Primero, porque es una comarca de devociones marianas. Con poca
cristología, vamos. De hecho, la patrona de La Cierva es la Virgen del Rosario,
no el Jesús Bendito. Segundo, porque se espera uno encontrar con una fecha de
celebración en torno al 13 de septiembre, fecha habitual para las grandes
celebraciones de la figura de Cristo, cristianización del Idus Septembris, los cultos de Júpiter Óptimo Máximo, la salida
cada cien años y todo lo demás. Pues no: el Jesús de La Cierva se festeja (poco)
el 3 de mayo, superpuesto ahora a una fiesta de Cruz de Mayo también deslucida. Pero eso es ahora, ya que su fecha original de celebración fue a
comienzos de enero. Y a principios de enero, solamente hay una fiesta
precristiana que sea candidata: la Januaria, la Cervula, en honor al dios Jano.
Jano, el Bifronte, en su versión más civilizada dios de las
encrucijadas, las puertas, los inicios y los finales, antigua divinidad romana sin
equivalencia en el panteón griego. Uno de los más antiguos dioses romanos, con
cultos ya venidos a menos y dispersos en la Romanidad clásica, pero que en los humildes
orígenes del Lacio tuvo una veneración importante, al extremo que recibía fervores
comparables a los de Júpiter. Ianus Pater,
se le llamaba, cuando todavía era una oscura y telúrica divinidad agrícola, que
hacía brotar manantiales y encarnaba a la realeza. En la Roma de Cicerón y
Virgilio, del viejo Jano quedaba poco más que el nombre de una colina (el
Janículo), unas puertas que se abrían y cerraban a guerra o paz y unas
ceremonias vacías de significado. Pero en el mundo rural romano los cultos
continuaron con fuerza. A Jano se lo invocaba para la calenda de su mes, el
primer día de Ianuarius, nuestro
enero (vocablo que en castellano ha rodado más que en otros idiomas vecinos)
aunque su fiesta según parece se celebraba en torno al V Idus, el día 9 de enero. La caída del mundo romano, ya
cristianizado, provocó en el ámbito rural la vuelta a un paganismo primario en
el que ya no se veneraba al elaborado panteón clásico, sino a sus antecedentes
más arcaicos, entre ellos los cultos a Jano que, a tenor de cómo despotricaban
de ellos los autores cristianos entre los siglos III y VI, estaba claro que disfrutaban de un notable vigor y ejercían un negativo predicamento para las ovejuelas del Señor.
Y no era para menos: los fieles acudían descalzos desde
grandes distancias (qué curioso, oye, como en el milagro) para perpetrar todo tipo de rituales
de similitudes dionisiacas, amén de representaciones subiditas de tono (de tres
rombos, para entendernos). Pero lo peor era el asuntillo de los disfraces. Como
en todo rito hiemal que se precie, las celebraciones de Jano eran una fiesta de
inversión, cosa que apestaba a demonio y a azufre por los cuatro costados: el hombre
se vestía de mujer, la mujer de hombre, el hombre de animal hembra, y la mujer
de macho, para representar procesiones grotescas y pantomimas perversas en las
que se hacía escarnio de todo y se ponía el mundo al revés, entre grandes
hogueras y consumo intensivo de bebidas espirituosas. El repertorio de animales elegidos para la caracterización (en el caso de los hombres) era de lo más
variado: burras, vacas, yeguas… pero a tenor de un buen número de autores (y
sin que se sepa muy bien el porqué) las hembras de una cierta especie disfrutaban de
una especial predilección: las ciervas. O ciervos, claro, en el caso de las
damas. Tan frecuente era la elección de venados, que en muchos lugares la festividad
acabó siendo denominada como el Cervulus,
o la Cervula. Repárese ahora en el
nombre de nuestro pueblo, y ya tenemos otro indicio.
Queda más. La ermita del Jesús está construida casi en la
cumbre de la elevación que domina el pueblo, adosada a una pequeña cingle
rocosa. En lo alto quedan indicios de fortificación y de una ocupación al
menos en dos momentos: Edad del Hierro y medieval, como tantos otros enclaves
de la comarca. Un santuario apoyado en una antigua estructura castreña, a
caballo entre las dos vegas de la localidad. Abajo en el pueblo se levanta la
parroquial, donde se guarda la imagen de
la Virgen del Rosario. Abajo el culto oficial, arriba la devoción ancestral.
Abajo la arquitectura reglada, arriba la ermita de construcción popular
levantada a golpe de fervores. La iglesia es propiedad de la diócesis, la
ermita del pueblo. La Cierva ha tenido siempre una dicotomía en el fervor que
todavía hoy, pese a los estragos del abandono, se mantiene. Parece como si el
culto oficial hubiese intentado atraer a la divinidad hacia abajo, y lo único
que consiguió fue desdoblarla en el corazón de los cervatos: su Virgen en la
plaza, y su Jesús Bendito agarrado a la roca viva. La fiesta antes o después se
mudó de fecha, quizás para evitar los fríos del invierno, quizás para privarla
de su aura de paganismo, quizás por ambas cosas. Hace pocos años mudaron
también a la Virgen del Rosario, de octubre a agosto. Por los veraneantes.
La ermita del Jesús Bendito (o del Dulcísimo Nombre de Jesús, o de Nuestro Padre Jesús) es una preciosidad por su mero encanto popular que tiene. No es de una época en concreto, porque lo es de
todas. Se obraba en ella a finales del siglo XVIII, de cuando debe de ser buena
parte de lo que se ve ahora. Carece de obra de arte alguna digna de encomio
por su valor o calidad, pero no es necesario. Cada rincón es devoción elemental
de un pueblo sencillo y sufrido, religiosidad en estado puro. La imagen original
del Jesús era una antigua talla tardorrománica en Calvario, entre la Virgen y
San Juan, que alguien dijo alguna vez que tenía influencias bizantinas (aunque
viendo antiguas fotos no le saco la filiación). Fue destruida en la Guerra
Civil, y repuesta con imágenes modernas después del conflicto.
Una visita a La Cierva bien merece la pena, para presentar
los respetos al Jesús y por algunas cosas más, en una bonita población todavía con algunos rincones con pedigrí serrano. Téngase en cuenta que a La
Cierva la han zurrado bien, comenzando por el Ministerio. Perdió su eje de
comunicación (era estación de Camino Real, entre Palomera y Valdemoro) ahora además cortado por vallados cinegéticos en Monumento Natural, a cargo de un tal de Medio Ambiente y Doble Vara
de Medir, que también le quitó la gestión de sus montes, 6.500 hectáreas del ala. Antes había visto el
cierre de sus minas de hierro (de las que hablaremos otro día) y sus afamadas
canteras de jaspes (de las que ya hemos hablado aquí). Con su yacimiento de Las Hoyas es referente
paleontológico mundial, pero de eso solamente ha sacado en claro un Pepito de cartón
piedra, y menos es nada. Así que dice mucho de la capacidad de resiliencia de
sus vecinos el hecho de que no haya acabado como Valtablado u Orchova, por
citar dos ejemplos. Pero es que La Cierva llegó a tener 450 habitantes, más
prósperos que los de los contornos, con recias casas decoradas con mármoles de
colores. Hasta Mateo López, el arquitecto, se echó parienta aquí mientras supervisaba
el corte de los jaspes de la Catedral, según es memoria en la localidad. Solamente
con visitar ermita, pueblo y canteras se va toda una larga mañana, así que
luego habrá que tomarse un refrigero en el Bar de los Jubilados, el único de la
población, donde por cierto se facilita amablemente la llave de la ermita del
Jesús. Todo sea dicho, lo de este establecimiento es de lo que ya no va quedando, y
no digo más, que luego todo se sabe.
In Kalendas Ianuarii,
A.D. MMXIX
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Vista general de La Cierva, desde la carretera. Arriba, en lo alto del cerro, la ermita del Jesús. La imagen un poco tristona, con colores invernales. El resto del año ofrece tonalidades más vivas. |
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La ermita desde la población. |
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Puerta de la ermita. |
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Nave de la ermita. Encajada en roca viva a la izquierda, está ligeramente en pendiente hacia la cabecera. Todo indica a las claras su construcción popular. |
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Nave, desde el coro. Junto a las imágenes, una puerta escamoteada a la izquierda permite acceder a una dependencia trasera que funciona como sacristía y camarín, atestada de exvotos. |
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Calvario con la imagen del Jesús. Imágenes modernas repuestas después de la Guerra Civil. |
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Detalle de la talla. |
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Calvario original. Cristo de cuatro clavos, entre la Virgen y San Juan. Finales del siglo XII o principios del XIII. Recuerda bastante al Calvario de Alfonso VIII de la Catedral de Cuenca (hoy en el Museo Diocesano). El marco, con esas volutas y pese a lo que pudiese parecer es barroco y ha llegado hasta nuestros días. |
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Nave, hacia los pies. |
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Exvotos. |
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Alguna de estas ya tiene sus buenos años...vaya que sí. |
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El pueblo desde la subida a la ermita. |
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Cerro de la ermita, con restos de ocupación y fortificación. |
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Vestigios de fortificación, en lo alto del cerro de la ermita. |
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Promontorio de la ermita, hacia el O. |
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Vega norte de la localidad. Suma unas 100 hectáreas, más las 25 de la vega al sur, mucho más pequeña. Bien poca tierra de labor tuvo La Cierva, cuya economía, extracción de hierro y mármoles aparte, era básicamente ganadera. |
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Iglesia parroquial. |
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Iglesia parroquial. Porchado. |
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Cruz de los Caídos. Colocada en la Plaza Mayor de Cuenca tras el último conflicto civil, y cedida a La Cierva años después. |
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