El Telégrafo Óptico (Parte 1)
Preliminares.
Cuando sale en los medios de comunicación la cuestión de las torres del telégrafo óptico (últimamente bastante, por cierto, y parece que para bien) no puedo menos que recordar mis asuntos infantiles con la Torre de la Mendoza.
Eran otros tiempos, claro. Mira si eran distintos que en el
Casco Histórico de Cuenca (en lo sucesivo, el Vati) todavía había críos, y no
pocos: estábamos por lo menos la pandilla del Salvador, la de San Gil, la de la
Plaza y la de Zapaterías. Luego estaban los del Castillo, que no eran pandilla,
sino horda. Dentro del catálogo de lugares de correrías de los guachos del Vati,
la Plaza de Mangana era sitio más que habitual. Entonces era la sencilla y
desangelada explanada del año 78 que cubría el desastre urbanístico del Plan
Carlevaris, y no el adefesio lollipop que ha venido después, pero esa es otra
historia. El caso es que desde la Plaza de Mangana se perfilaba y se perfila,
como en ningún otro lugar en Cuenca, perfectamente recortada en el horizonte
sobre la Sierra del Bosque, la Torre de la Mendoza.
Debía un servidor tener por entonces 10 u 11 años. Aquella
lejana estructura, que con las puestas de sol adquiría una naturaleza extraña,
ejercía una peculiar atracción sobre los muy zascandiles miembros de la Muy
Atrevida Pandilla de la Afamada Calle de Mosén Diego de Valera, vulgo Zapaterías.
Hay que tener también en cuenta que acabábamos de descubrir el Fortín del
Miramalo (con espeluznantes guerras de gomeros y tirachinas incluidas) y
aquello prometía discurrir por los mismos y felices derroteros. Así que,
dejando a nuestros padres en la más feliz de las inopias (eran otros tiempos,
digo) tiramos de bicicleta y organizamos una primera expedición que terminó en
fiasco, de narices contra el Júcar. Aquello no podía pasarnos a nosotros, y la
segunda incursión fue una maravilla de planificación que haría palidecer al
mismo Plan Schlieffen. Llegamos a la torre reventados, recuerdo, subiendo el
áspero camino con las bicis a rastras. La primera impresión fue buena: aquello
estaba claro que, con tanta aspillera, servía para pegar tiros. Guay. Sin duda,
deducimos, tenía que ser una atalaya para avisar a la ciudad cuando llegasen
los enemigos (así, en abstracto). Y después de una buena cantea nos volvimos, llevando
a un descalabrado en el lance y a otro con un esguince de tobillo, averías que
por supuesto se infligieron ellos solitos cayéndose de morros en la escalera de
su domicilio, que más valía pasar por torpe y tonto en casa antes que
traicionar la omertà de las pandillas
del Vati. Un día perfecto, sí señor.
Había algo allí, no obstante, que no me acabada de cuadrar.
Así que un par de días después abordé por la amura de babor a mi abuelo José
(que como militar de carrera era un pozo de sabiduría en asuntos castrenses) y
haciéndome la mosquita muerta le pregunté por el particular. "Ah, es la Torre
de la Mendoza, aunque el nombre está mal puesto", me dijo. Y añadió:
"Era una torre del telégrafo óptico". Se pueden imaginar vuesas
mercedes mi infantil cara de sorpresa mientras me contaba que la torre tenía un
artilugio prodigioso encima que hacía señales a otras torres, a una larguísima
fila de torres en lo alto de elevadas cumbres que llevaban mensajes secretos
hasta un destino ignoto. A un crío de diez años, por muy botarate que sea, no le
hace falta más. Pocos años más tarde, con la licencia de ciclomotor fresquita y
mi primer Vespino (pobre aparato), ya estaba yo en la torre de Cólliga, y aun
me allegué a la de Villanueva de los Escuderos. Con el paso de los años he
conocido algunas más, hasta que hace unos pocos meses me pegó el repente y
decidí visitarlas todas, sistemáticamente. Pensaba que conocía la mayoría. Me
equivocaba. Además, llegando a ellas se visitan lugares y paisajes poco
conocidos, y en los pueblos queda memoria oral e historias muy curiosas, así
que doy los viajes por muy bien aprovechados.
Las torres de telegrafía óptica en Cuenca están bien
documentadas. La obra básica es el estupendo trabajo de Jesús López Requena, El Progreso con Retraso. La telegrafía
óptica en la provincia de Cuenca, editado por la Diputación en 2010.
Después de este libro, que es minucioso y exhaustivo, poco más se puede añadir,
aunque ya sea difícil de conseguir pese a su reciente edición. Aún más cercano
en el tiempo, del 2015, es un trabajo de máster, no publicado pero fácil de encontrar
en Internet, de Ana Planells Pérez: "Las torres de telegrafía óptica de la
línea Madrid-Valencia", Facultad
de Geografía e Historia, Universidad de Valencia. Este estudio aporta otros
aspectos complementarios, como la adaptación al uso turístico de las torres.
Dejando aparte bibliografía más antigua y artículos sueltos, cualquiera que se
provea de estos dos trabajos ya tiene toda la información necesaria sobre la
aventura de la telegrafía óptica en tierras conquenses.
Los antecedentes del telégrafo óptico aparecen ya en la
Antigua Grecia, así que el invento es de
todo menos moderno. Eneas el Táctico (s. IV a.c) habla de un artilugio llamado
Clepsidro, capaz de transmitir mensajes combinando fuego y agua. Durante las
Guerras Púnicas los cartagineses utilizaron un aparato similar. La Columna
Trajana muestra torres de señales, sólidamente fortificadas, con
antorchas que podían colocarse en diferentes posiciones. En la Plena Edad Media
aparecen sistemas de comunicación por toda Europa, aunque más que un sistema de
transmisión propiamente dicho se trata de redes de atalayas que comunican
avisos y alertas. En ocasiones estos códigos de avistamiento podían ser
relativamente complejos, como ocurría en las almenaras andalusíes de frontera
entre los siglos XIII y XV. Estos sistemas de comunicación primitiva tienen en
común que el elemento transmisor suele ser el fuego, o el humo en horas diurnas.
A partir del siglo XIV en Castilla, Aragón y Francia se consolida un sistema de
"ahumadas", señales de humo generadas con grandes hogueras de leña
resinosa situadas a unos 10-12 kilómetros de distancia unas de otras, sobre
colinas o construcciones. Si nada evitaba que las hogueras prendiesen, un
mensaje podía llegar de Valladolid a Toledo, o de Segovia a Toro, en apenas dos
horas. Pedro IV de Aragón comunicó a Enrique III de Castilla el nacimiento de
su hijo Juan mediante las Ahumadas, así que el código de transmisión debía ser
ya lo bastante refinado como para descender a este grado de detalle. Todavía sin
investigar, en la provincia de Cuenca esa red de Ahumadas abarcaría como mínimo
Cuenca, Uclés y Huete, con abundante toponimia que ha llegado hasta nuestros
días. A partir del siglo XVI comienzan a desarrollarse sistemas marítimos de
semáforo, siempre de uso militar, para comunicar entre navíos, y entre ellos y
los puertos. A veces son sistemas cromáticos, mediante banderas o fanales de
colores, a veces rudimentarios árboles de palas o esferas suspendidas. En 1616
el alemán Franz Kessler dibuja por primera vez lo que podría ser considerado un
pintoresco telégrafo óptico, que nunca llegó a construirse. A mediados del
siglo XVIII, algún excéntrico lord inglés hizo ya experimentos notables de
transmisión a través de la verde campiña de la Pérfida Albión con algo que ya
era sin ninguna duda un primitivo telégrafo de señal óptica.
Pero antecedentes históricos aparte, la telegrafía óptica moderna
nace en Francia en 1792, de la mano del peregrino personaje e inventor Claude
Chappé. El primer telegrama de la historia se transmitió por el sistema de
Chappé el 19 de julio de 1794. Suecia fue el segundo país que contó la nueva
invención, al año siguiente, con el sistema de Endelerantz. También de 1795 es
el sistema de Murray y los primeros tendidos en Gran Bretaña. En España los
inicios del telégrafo óptico fueron muy tempranos: en octubre de 1794, Salvador
Ximénez Coronado, profesor del Observatorio de Madrid, llevó a cabo un primer
ensayo exitoso entre diferentes puntos cercanos a la capital. La primera línea
oficial, entre Madrid y Cádiz, se aprobó en 1797, con el sistema del brillante ingeniero
Agustín de Betancourt (superior al de Chappé a decir del propio Napoleón)
aunque solamente llegaron a funcionar cuatro torres, hasta Aranjuez, que se
construyeron entre 1799 y 1800. Con todo, España estuvo a la cabeza de naciones
que contaron con el nuevo sistema. Solamente EEUU se añadiría a este grupo en
el siglo XVIII, el año 1800, postrero de la centuria. Luego el país retornó a
su estado normal de gobierno: la ineptitud política. Sin ir más lejos Betancourt,
uno de los genios contemporáneos de este país, tuvo que exiliarse por un
enfrentamiento con Godoy y terminó en San Petersburgo al servicio de los zares.
Luego llegarían la Guerra de la Independencia, el agónico final del Antiguo
Régimen con su secuela de conflictos civiles, las absurdas guerras allende los
mares con la emancipación de la América hispana y de nuevo más ineptitud
política (corregida y aumentada), aderezada con pronunciamientos militares, revueltas,
bancarrota financiera y escándalos de Corte. Mientras Francia amontonaba por
toda su geografía 556 torres de telégrafo óptico, España acumulaba un retraso
de décadas.
No se puede decir que no hubo intentos, y fueron numerosos y
meritorios. Todos procedieron del ámbito militar, y son exponentes del
magnífico nivel matemático, geográfico y científico acumulado en el ejército
tras los reinados de Fernando VI y Carlos III, y que se malograría rápidamente.
Al menos entre 1805 y 1820 en el área de Cádiz funcionó un telégrafo óptico de
semáforo creado por el teniente coronel de ingenieros Francisco Hurtado de
Toledo, que llegó a prolongarse hasta Sevilla y prestó importantes servicios
durante la Guerra de la Independencia. Su hermano menor y también militar,
Mateo Hurtado, creó en 1829 una versión portátil del sistema para ser utilizada
en campaña, con un árbol de señales reducido que podía ser transportado en un
carromato y desplegado rápidamente. De 1817-19 es una iniciativa casi olvidada:
el alférez de navío Bonifacio de Tosta y Montaño (nacido en la actual Guatemala)
comenzó un tendido de telégrafo óptico entre Veracruz y Jalapa, en el México
todavía español. La línea, construida con grandes dificultades en el ambiente
insurreccional previo a la independencia mexicana, quizás no llegó a
completarse, pero contaba con torres fortificadas sorprendentemente parecidas a
las que luego se levantarían en España a partir de 1848. Tosta y Montaño es más
conocido en el ámbito de la Marina, pues adaptó a los navíos de guerra
españoles el sistema Popham de telégrafo marino inglés entre buques, el mismo
que sirvió para transmitir el célebre mensaje de Nelson en la batalla de
Trafalgar: “England expects that every
man will do his duty”.
En 1830 el capitán de fragata Juan José Llerena y Barry (otro
exiliado liberal, en este caso que retornaba tragándose el Absolutismo) obtuvo
el permiso de Fernando VII para levantar líneas de telégrafo óptico que
comunicasen los Reales Sitios (Aranjuez, La Granja, El Pardo y Riofrío). Esas
líneas, que llegaron a funcionar ante la desidia de un régimen podrido, languidecieron
por las estrecheces económicas y una corrupción administrativa rampante hasta
su cierre definitivo, en 1838. Llerena, que había intentado incluso prolongar
el tendido hasta Burgos, se consumió peleando para mantener su obra y su
reputación. Abandonado el proyecto, pasaría a la historia del continente
africano con la primera colonización de Guinea Ecuatorial. Al menos no crió
sabañones como Betancourt, pero los mosquitos y las fiebres se lo comieron vivo.
No obstante, sus logros y desvelos inspiraron durante la primera carlistada el
Telégrafo Militar del Norte (1835-1838), a cargo del general Manuel de Santa
Cruz, y sirvieron de base para el gran intento de telegrafía óptica española de
1844-1857, pues entre los asistentes de Llerena en el proyecto estaba el que
por entonces era un joven y capaz ingeniero militar, José María Mathé.
José María Mathé Aragua nació en San Sebastián en 1800
(aunque alguna biografía adelanta la fecha hasta 1798). El ejército fue toda su
vida. El ejército, y el telégrafo. Entre 1818 y 1824 cursó en el Colegio
Militar de Lugo la carrera de Ingeniero de Marina. Subteniente de milicias en
1819 y hasta la finalización de sus estudios, alférez de fragata en 1824 y
alférez de navío en 1826, su primer servicio fue la navegación de cabotaje de
las costas españolas persiguiendo piratas y contrabandistas, ingrato desempeño
que servía para foguear a las nuevas promociones. En 1827 pasó a las Antillas
españolas. En Cuba realizó trabajos de fortificación y cartografía. Allí
también conocería a Juan José Llerena, conmilitón suyo, que por entonces ya
andaba presentando un primer ensayo de telégrafo óptico en el puerto de La Habana
a la espera del perdón real para volver a la Península. Desde el primer momento
la cuestión del telégrafo atrajo al joven e inquieto Mathé, que fue activo
colaborador de Llerena a pesar de que en su carrera profesional tenía
posibilidades más claras que comprometerse en una entelequia de dudoso futuro.
Retornado a Madrid junto con Llerena, participó en el susodicho proyecto del
telégrafo óptico de los Reales Sitios entre 1830 y 1832, acumulando una valiosa
experiencia. De lo que tenía que hacerse, y de lo que no.
En 1832 recibió el encargo de fortificar el puerto cántabro
de Castro Urdiales. Allí le sorprendería la guerra carlista al año siguiente, con
las defensas a medio terminar. Las tropas carlistas, procedentes de la
inmediata Vizcaya, asediaron la plaza en el verano de 1833. Como máxima
autoridad militar (con 32 años) Mathé se hizo cargo con éxito de la defensa,
con diferentes lances y combates a lo largo de más de un año en los que mostró
un valor singular y resultó gravemente herido, recibiendo la Laureada de San
Fernando, máxima condecoración del ejército. Ascendido a teniente de navío, en
1835 fue reclamado para participar en el Telégrafo Militar del Norte, segunda
incursión de Mathé en el campo de la telegrafía óptica. La gran inseguridad de
estas torres, muchas de ellas en zonas batidas por partidas carlistas, tuvo
mucho que ver en la obsesión posterior por el mantenimiento del telégrafo
óptico frente a la telegrafía eléctrica. Vuelto a Madrid en 1837, prestó
servicios de cartografía en el Almirantazgo, para ser ascendido en 1838 a
capitán de fragata e ingresar en el Cuerpo de Estado Mayor. Su prestigio
profesional hizo que se le encargase del Depósito General de la Guerra,
organismo responsable de la cartografía militar. En 1840 recibió un nuevo
ascenso, a coronel de Artillería de Marina. En trabajos de cartografía estaba
(nuevo Mapa de España) cuando el asunto del telégrafo óptico, contra todo
pronóstico, se reactivó.
Ya desde 1837 los gobiernos liberales estaban decididos a
sacar adelante el proyecto, mientras que poco a poco las posibilidades
económicas del Estado mejoraban. Por fin, el 1 de marzo de 1844 un Real Decreto
dispuso la creación de un telégrafo óptico por toda la geografía nacional, que
habría de constar de ocho líneas radiales a partir de Madrid, de las cuales
tres eran prioritarias: las de Castilla (hasta Irún y la frontera francesa),
Cádiz y Valencia-Barcelona. Meritorio intento, pero tardío. Comenzaba la era de
la electricidad.
Es curioso, pero los orígenes de la telegrafía eléctrica son
casi simultáneos a los de la telegrafía óptica moderna: finales del siglo
XVIII. Lo de mandar chispazos a través de un alambre ya se probaba a mediados
de siglo, pero de ahí a enviar mensajes mediaba un abismo. De la década de 1790
datan los primeros experimentos dignos de tal nombre. De nuevo al sur de los
Pirineos estuvimos a la cabeza de la nueva tecnología, en este caso en la
figura del eminente físico y médico catalán Francisco Salvá y Campillo, que como
resultado de sus ensayos ya en 1795 leía ante la Real Academia de Ciencias de
Barcelona una memoria con el elocuente nombre de “La electricidad aplicada a la telegrafía”. En 1804 construyó un
prototipo muy avanzado. Aunque solamente quedan referencias indirectas (bien que sólidas, una de ellas del propio Humboldt), parece que de nuevo el genial
Agustín de Betancourt hizo experimentos muy notables para su época antes de
irse a tiritar a la orilla del Neva. Los equipos del primero acabaron en el
trastero de un museo cogiendo mugre. Los del segundo, tirados a la basura. El
olvidado Salvá y Campillo inspiraría los trabajos de Thomas von Sömmerring en
Alemania y de Francis Ronalds en Inglaterra, colmados de honores (en vida) por
sus investigaciones telegráficas. Tras décadas de lento avance tecnológico por
toda Europa, en 1832-33 comenzaron los primeros ensayos serios para el uso
oficial y a larga distancia del nuevo sistema (Gauss y Weber). La telegrafía
eléctrica en pocos años superaría sus balbuceos infantiles para convertirse en
una alternativa real a la telegrafía óptica. El sistema de Cooke-Wheatstone se
patentó en 1837, y la primera línea experimental de telégrafo eléctrico se
tendió en Inglaterra en 1839, entre Londres y West Drayton, con 21 kilómetros.
En 1843-44 Samuel Morse construyó la primera línea estadounidense de telégrafo
eléctrico, entre Washington y Baltimore, a la vez que perfeccionaba su famoso
código. El sistema Bréguet, ya muy evolucionado, funcionó desde 1845 en Francia
y Bélgica.
Así que en 1844 ya era perfectamente posible instalar en
España líneas de telegrafía eléctrica, y mucho más baratas por añadidura. Pero
era una tecnología nueva, que despertaba recelos por su fiabilidad, y no
solamente en España. En la vecina Francia, donde el telégrafo óptico era una
institución consolidada, la polémica fue tremenda, acusándose al gobierno galo
(en 1846) de apoyar el telégrafo eléctrico apoyándose únicamente “en afirmaciones carentes de pruebas y en
promesas y esperanzas vanas”. Suecia mantendría sus telégrafos ópticos en
marcha hasta 1880. En Prusia, que los había montado tarde (a partir de 1832) el
asunto hizo saltar chispas (literalmente). Además, todos cuantos podían
asesorar al gobierno español sobre el asunto provenían del escalafón militar.
Al propio Mathé, que cojeó toda su vida con un muslo perforado y había visto
las torres telegráficas atacadas a bombazos, le producía escalofríos pensar en
leguas de alambre sin vigilancia, tendido a lo largo de paramos desiertos y de
comarcas todavía conflictivas. Aquello para Dinamarca y Suiza estaba bien. Para
la cainita piel de toro, pues no. Quizás en un futuro, si el respetable se
acababa civilizando.
Así que el telégrafo óptico en España tiró para adelante, la
última nación europea que lo propugnó para uso civil, así como había sido de
las primeras cincuenta años antes. Medio siglo, un suspiro en la historia del
progreso humano. Con la invención del catalejo, el telégrafo óptico moderno era
tecnológicamente posible desde finales del siglo XVI. Si hubiese sido puesto en
marcha en este momento (como lo fue por ejemplo el molino de viento manchego)
habrían pasado generaciones que hubiesen hablado de la invención como actual y fruto
de sus días. En el siglo XIX, por el contrario, las espirales ascendentes de la
Revolución Industrial estaban catapultando el progreso tecnológico a una velocidad que para un
contemporáneo era difícil de asumir, así que tampoco podemos juzgar con
demasiada severidad a los gobernantes de entonces, nosotros los que crecimos
sin teléfonos móviles, Internet o redes sociales. Cincuenta años en el Antiguo
Régimen no son nada. En la edad contemporánea es otra era.
Cuatro proyectos se presentaron ante el Ministerio de Obras
Públicas en ese año de 1844 para la construcción de las líneas de telegrafía
óptica. Resultó elegido el de José María Mathé. Pocos tenían su prestigio
profesional, menos aún su experiencia en el tema, y de influencia en el
Ministerio iba bien servido. Llegar tarde por lo menos tenía una ventaja: el
telégrafo óptico español podía beneficiarse ahora de todos los intentos
frustrados anteriores y de una amplia visión de todos los sistemas que a lo
largo de los años se habían instalado en los países vecinos. Es el mejor y más
evolucionado sistema de telegrafía óptica que ha existido nunca. Es de funcionamiento
sencillo, inmune al viento, visible desde cualquier dirección, fácil de operar,
simple y económico de mantener y reparar, rapidísimo en la transmisión… sus
puntos débiles eran la noche (la transmisión nocturna daba tantos errores que
se decidió prescindir de ella) y la niebla, el gran inconveniente de cualquier
telégrafo óptico.
Las líneas constaban de torres fortificadas, salvo en las
zonas urbanas o periurbanas donde los bastidores de transmisión se montaban en
edificios ya existentes. Eran todas de construcción casi idéntica, aunque según
la línea en la que se levantaron podían presentar mínimas diferencias con
respecto a las torres de otras líneas. Dentro de cada línea eran todas
completamente iguales, según un diseño uniforme que solo admitía variaciones en
el material utilizado para la edificación, según las tradiciones constructivas
de las zonas que atravesaba. Esta diferencia de materiales y de composición de
los morteros ha tenido mucho que ver con su estado de conservación actual. En alzado
constaban de tres niveles, más la azotea donde se alzaba el bastidor metálico de
transmisión. De planta cuadrada, tenían poco más de 6 metros de lado por unos 9,5
de altura, a los que habría que añadir los casi 6 metros del árbol de señales,
sumando pues unos 15,5 metros de elevación en total. El muro, con una ligera
escarpa en el nivel inferior, tenía unos 56 centímetros de espesor, delimitando
un espacio interior de unos 4,3 metros de lado, unos 18,6 metros cuadrados de
superficie por planta. El piso bajo, donde se localizaban las aspilleras (una
por fachada en la línea de Irún, tres en la de Valencia) estaba destinado a
usos de almacén, cocina y descanso, además de la defensa si llegaba el caso.
Nunca hubo catres en las torres, eso sí, ya que se esperaba de los torreros en
servicio una vigilia continua, incluso en horas nocturnas o en las escasas
pausas de descanso. El primer piso era el cuerpo de guardia, donde estaba la
entrada de la torre (en alto) a la que se accedía por una escala de madera exterior,
removible. Allí también se guardaban, en el mueble armero, los fusiles
reglamentarios, que solían ser los excelentes modelos de chispa 1828 y 1836
españoles, o el Tower británico. El segundo piso era el de maniobra, pues albergaba
los volantes de transmisión del árbol de señales, así como los dos potentes anteojos
que apuntaban en ambas direcciones, en las dos ventanas que el piso tenía en
direcciones opuestas. Observar a través de las ventanas suponía inconvenientes,
con lo que en algunas torres (no en todas, ni en todas las orientaciones, ni en
el mismo lugar) se recurrió al tan hispánico apaño de perforar un pequeño orificio
en el grueso muro para ubicar el catalejo. Con esto los torreros mantenían el
instrumento siempre perfectamente orientado a la siguiente torre y se evitaban
reflejos, vaho en las lentes y los deslumbramientos a primera o última hora del
día, con el sol bajo. También tener que abrir las ventanas en pleno invierno o
con tiempo desapacible para mejorar la visión.
Los niveles se dividían con forjados de madera “de la mayor calidad”, con el piso de
gruesos tablones. La cubierta se cubría también con sólida tablazón y sobre
ella, láminas de plomo selladas con betún. El pretil de la azotea era de
mampostería en la Línea de Valencia, mientras que en la de Castilla (la de
Irún) se utilizaba una barandilla metálica. La escalera era de caracol, en una
esquina, salvo el tramo superior en forma de escala recta que permitía acceder
a la terraza a través de una trampilla en el techo. Los detalles a los que
debían atenerse los contratistas llegaban al extremo de especificar el grosor
de los tablones de los escalones según el tipo de madera que se emplease para
hacerlos. La minuciosidad abarcaba también la detallada enumeración del espartano
mobiliario, que también era idéntico en todas ellas.
En general, las torres ofrecían una
gran solidez, y si bien no podrían resistir un ataque con medios, sí que tenían
bastante capacidad defensiva para disuadir a pequeñas partidas armadas. Estaban
todas enlucidas y pintadas en un color que parece ocre o pardo por la fuerte degradación
de los pigmentos a la intemperie. Examinando restos del enlucido más
protegidos, creo más bien que fue un amarillo vivo (al menos en algunas de
ellas), cosa lógica a fin de facilitar la localización en la distancia con mala
visibilidad o poca luz, ya que es el tono que provoca un mayor contraste sobre la
línea de horizonte. El pigmento amarillo tradicional se obtenía (y aún hoy en
día se obtiene) con una base de óxido de hierro hidratado, que con el paso de
tiempo adquiere un color rojizo o pardo por oxidación, que creo que es lo que
ha pasado en este caso. Las puertas y ventanas, de recia madera, estaban
pintadas de un tono gris claro.
Por supuesto, las torres habrían de elevarse sobre cumbres y
promontorios, para facilitar la visión del árbol de señales recortado en el cielo,
y para evitar en lo posible las denostadas nieblas. La idea era espaciarlas
entre 2 y 3 leguas de distancia (aproximadamente entre los 11 y los 17
kilómetros, aunque la legua es medida de distancia traicionera por cuanto mide
el tiempo, no el espacio). En la medida de lo posible habrían de situarse a lo
largo de vías de comunicación principales e inmediatas a núcleos de población,
lo que facilitaría el tránsito entre ellas y las labores de supervisión y
vigilancia, a la vez que haría más llevadera la vida de los torreros. La
compleja geografía peninsular complicó la vida a los ingenieros encargados de
su trazado e hizo a menudo que ni distancias entre torres ni ubicaciones
pudiesen atenerse a estos requisitos. En alguna ocasión la distancia resultó
excesiva y hubo que intercalar una torre adicional. En otras, el alejamiento a
las rutas y núcleos de población hizo que las dotaciones de torreros desempeñasen
su labor en un aislamiento casi absoluto.
Los torreros, precisamente, eran la piedra angular del
sistema. Cada torre tenía teóricamente asignados dos turnos de tres hombres
cada uno. En teoría, ya que los turnos no solían estar completos, y los vacíos
en las dotaciones fueron a más conforme el final de la telegrafía óptica se
acercaba. Cada turno constaba de dos torreros y un ordenanza. Los primeros eran
los encargados de la transmisión, uno al catalejo de retaguardia y otro a los
volantes. Cuando acababa de transmitir, pasaba a atender el anteojo opuesto a
la espera de siguiente mensaje, que podía llegar en cualquiera de las dos
direcciones. El ordenanza (que no podía tocar los instrumentos bajo severa
sanción) se encargaba de todo tipo de labores de apoyo. Los turnos eran de 24
horas, con relevo a las 12 de la mañana, con lo que las dotaciones pasaban la
noche en la torre, que nunca quedaba desatendida.
Los torreros habrían de ser abnegados, sacrificados,
templados, con vocación de servicio. Por un sueldo de 6 a 10 reales al día (según
la categoría) que se pagaba tarde y mal, deberían aguantar guardias inacabables
que frecuentemente se incrementaban por las plantillas incompletas y el tiempo
de desplazamiento hasta el pueblo más cercano, donde tenían que establecer su
residencia. Deberían soportan calor, frío, lluvia, nieve y privaciones en
torres batidas a todos los vientos en cumbres y picachos. Estarían expuestos a
las caídas de rayos en el árbol de señales. Tendrían que defender la torre a
tiro limpio si era atacada, y aunque no lo fuese tendrían que vivir
permanentemente enclaustrados en ella. En caso de niebla, el ordenanza tendría
que desplazarse armado hasta la siguiente torre para pasar el mensaje. Pero,
sobre todo, deberían mantener una vigilancia permanente e insomne de los
instrumentos de óptica en ambas direcciones, porque en cada mensaje, un retraso
de un minuto en alinear la torre suponía una sanción y el detraimiento de parte
de sus exiguos haberes. Una sucesión de infracciones suponía el despido del
servicio. Aunque con el paso del tiempo el régimen sancionador tendió a
suavizarse, al menos en su aplicación, lo cierto es que el trabajo en las
torres nunca dejó de estar sujeto a una férrea disciplina y a riesgos
evidentes. En los pocos años de funcionamiento del telégrafo óptico en España,
treinta torreros perdieron la vida. Por no hablar de los abundantes partes de
enfermedad y accidente, ceses por incapacidad, peticiones de traslado y demás.
Durísima e ingrata vida la del torrero del telégrafo óptico, casi sin ver a una
familia que tenía que trasladar de pueblo en pueblo según los sucesivos
destinos. Se creó, eso sí, un magnífico (y estoico) cuerpo de profesionales.
Para cubrir las plazas de las dotaciones de torreros se
recurrió a militares recién licenciados, a los que el cese de los conflictos
carlistas estaba dejando en la calle por millares. Hechos a la dura vida en
campaña, acostumbrados a la disciplina estricta que se quería implantar, tampoco
habría que formarlos en el uso de las armas. Muchos no dudaron en vestir el
uniforme de los torreros e integrarse en una nueva jerarquía (inspectores de 1ª
y 2ª, comandantes de línea, comandantes ayudantes, oficiales de sección, torreros
de 1ª, 2ª y 3ª, ordenanzas) que no era militar pero lo parecía. Para enseñarles
las sutilezas de la transmisión de mensajes se establecieron una serie de
lugares de instrucción. En un principio en el edificio de la Aduana (Torre nº
1) en Madrid, y también en la Torre nº 4 de la línea de Irún, “Las Tejoneras”. Con la apertura de
nuevas líneas los lugares de formación de los torreros se diversificaron
también. El Gobierno Civil de Cuenca, extremo de su Ramal, tuvo una escuela de
formación de torreros. Conforme pasaban los años y las dotaciones adquirían
experiencia, los mensajes literalmente volaban de torre en torre. Una
transmisión saltaba de Madrid a Valencia en apenas 30 minutos. Si todas las
torres conseguían alinearse, un mensaje podía estar siendo recibido en Irún o
en Cádiz, y todavía no haber terminado de salir de Madrid, pues las torres
repetían cada signo en tiempo real, sin esperar a la finalización del mensaje.
Cada mensaje transmitido según el código de Mathé constaba de
dos partes: una externa, el encabezamiento y el fin de la transmisión; y otra
interna, que era el cuerpo del mensaje propiamente dicho. La primera era la
única cuyo significado y codificación podían conocer y alterar los torreros,
según las posibles incidencias registradas durante la transmisión. El cuerpo
del mensaje venía cifrado desde las cabeceras de línea, las únicas con acceso
al código. Ello redundaba en el triste sino de los torreros, limitados a
simples repetidores de inacabables series de números cuyo contenido jamás
pudieron discernir. El código utilizaba únicamente los números del 0 al 9, más los
caracteres M y X, error y repetición. Ello simplificaba enormemente la
transmisión, por lo que el árbol de señales de una torre de señales del sistema
Mathé solamente consistía en un cilindro hueco, de unos 83 centímetros de
diámetro por 42 de altura, que discurría arriba y abajo en relación a tres
bandas laterales cuya posición relativa indicaba el dígito correspondiente.
Ello suponía una única manivela de control y un solo hombre al cargo. Cada
dígito se marcaba durante una corta pausa de 15 segundos, y a continuación el
torrero pasaba al siguiente. Arriadas del cilindro al nivel del suelo del árbol
marcaban intervalos y pausas. Como complemento al cilindro de operación se
dispuso una esfera lateral con 8 posiciones para indicar contingencias del
servicio y la transmisión, maniobras que se ejecutaban con mucha menor
frecuencia. Así, por ejemplo, la posición 1 indicaba niebla a vanguardia, y la
posición 6, avería en la máquina. Aunque se instalaron dos o tres versiones del
árbol de señales, el funcionamiento fue idéntico en todas ellas.
Los mensajes, que aludían a todos los aspectos que afectaban
a la Corona, al Gobierno y al funcionamiento del Estado en general (el
telégrafo óptico no transmitía mensajes de particulares) eran cifrados según un
sorprendente código fraseológico que sumaba en un principio la fenomenal cantidad
de casi 10.000 expresiones distintas, recogidas en un exhaustivo Diccionario Telegráfico, compilado en 1846 por primera vez y mejorado muchas veces. Ahí se incluían desde un meticuloso
catálogo de nombres y apellidos españoles hasta los viajes y la salud de cada
miembro de la Familia Real, pasado por el estado de la Bolsa y las finanzas, horarios,
pueblos y lugares del territorio nacional, movimientos de tropas y el orden
público. Cada expresión tenía asignado un código numérico, habitualmente de 4
dígitos. Así, por ejemplo, el código 9247 significaba “a altas horas de la noche”; el código 7201 aludía a que en el
lugar indicado previamente “reina la más
absoluta tranquilidad”, mientras que el 2209 era el código correspondiente
al apellido López y el 805 al nombre Gabino. El Ministro de la Gobernación
firmaba con el código 75, mientras que el 6561 correspondía a la Guardia Civil.
Cuando la información a transmitir era especialmente compleja, se contemplaban
toda una gama de variables. Así, el código 6028 se refería a un atentado con
explosión en la calle al paso del coche del rey o de un príncipe, pero si se
utilizaba el 6041 significaba que el atentado había causado la muerte al
personaje egregio, mientras que el 6043 por el contrario aclaraba que solamente
había causado heridas a miembros de su comitiva. Si la Reina daba a luz
felizmente a un niño, el código era el 5978, pero si la nacida era infanta,
la variable era el 5979. La clave 8741 significaba que el personaje aludido
tenía seis dedos en la mano derecha, mientras que la 8709 aludía a que estaba
simplemente “enamorado”. Pero es que
el código no dejó de incrementarse, y una de las últimas versiones de uso
militar llegó a sumar la friolera de 97.000 expresiones y variantes. Increíble.
Este sistema de cifrado, tan antiguo como la propia
criptografía, tiene incluso en nuestros días la ventaja de no depender de una
clave matemática o algorítmica y de ser inmune al ataque por probabilidad, con
lo que es imposible de romper… salvo que se consiga por cualquier medio uno de
los diccionarios de expresiones, lo que comprometería de forma permanente la
integridad de todo el código y de todos los mensajes. Esto se intentó
solucionar, además de custodiar los diccionarios únicamente en las comandancias
de línea, alterando cada cierto tiempo el código numérico de todas las entradas,
que en los ejemplares impresos del Diccionario
se dejaba en blanco, listo para ser rellenado a mano (miles y miles de
entradas) después de cada cambio. El inconveniente está a la vista: la
elaboración y actualización del código suponía un trabajo ímprobo, que se extendía
a la codificación y decodificación de cada mensaje y que requería comandantes
de línea y auxiliares expertos. También dotados, como poco, de paciencia
franciscana y memoria de elefante. Con todo, se hicieron verdaderas maravillas
en la codificación, trasmitiendo mensajes de una gran complejidad sin perder
detalles en la información.
El verdadero porqué de este trabajo asombroso radicaba sin
embargo en la rapidez: con sólo cuatro dígitos (aproximadamente minuto y medio
de transmisión con la arriada incluida) se transmitía una frase entera. Así,
por ejemplo, dentro de la sección dedicada al tratamiento de delincuentes, el
código 8410 significaba “que sean
interrogados minuciosamente”. La diferencia era transmitir 4+1 caracteres o
33, más los 3 espacios entre palabras. Además, puesto que la máquina solo
transmitía números del 0 al 9, sería necesario agruparlos en doble dígito para
referirse a todas las letras del abecedario, lo que supondría 66+3 maniobras de
operación, más de 17 minutos. Aunque la máquina fuese más compleja y
transmitiese letras, serían necesarias las 33 operaciones, más de 8 minutos,
incrementando al mismo tiempo los errores de trasmisión por la multiplicación
de posiciones de la máquina, algunas muy similares y difíciles de discernir en
días con escasa visibilidad. Ningún sistema taquigráfico, ninguna serie de
abreviaturas puede superar la velocidad de transmisión de un código
fraseológico, que funciona por paquetes de información, como los modernos
protocolos inalámbricos de transmisión de datos. Con este sistema,
aparentemente rudimentario, el telégrafo óptico español superó en velocidad
incluso al sistema sueco, famoso por su rapidez, reduciendo a la vez los
errores en la transmisión. A conclusiones parecidas se había llegado en toda
Europa: el sistema Chappé, originalmente alfabético, había acabado creado una
carta de coordenadas de expresiones, a la vez que suprimía las posiciones del
semáforo que producían las confusiones más frecuentes.
No se puede decir que la arrancada del telégrafo óptico
nacional, bien que tardía, fuese lenta. Al propio Mathé, que se multiplicaba
por todas partes, se unía la competencia de un eficaz Director General de
Caminos, Canales y Puertos, José María Varela Limia, también militar y antiguo
compañero de armas de Mathé. En junio de 1845 se subastaron las 52 torres de la
primera línea, la de Irún y la frontera francesa, que el 2 de octubre de 1846
transmitía a Madrid su primer mensaje. El año 1847 marcó un parón por el cese
de Varela y el traslado de Mathé a Cataluña para la puesta en servicio de
varias líneas de telégrafo óptico militar durante la Segunda Guerra Carlista,
pero en 1848 salieron a subasta a lo largo del año las torres de la línea de
Valencia-Barcelona y la de Cádiz, además de las de Zaragoza, Pamplona, La
Coruña, Lérida, Cartagena… prácticamente toda la nueva red de telégrafo óptico
prevista. Se trabajó en labores de trazado en casi todas las líneas, pero
concursos desiertos, dificultades presupuestarias y las dudas cada vez mayores
que suscitaba la telegrafía óptica hicieron que finalmente solo se llevasen a
cabo la línea de Cádiz (entre 1848 y 1853, con 59 torres) y la mayor parte de
la línea de Valencia y Barcelona.
La línea a Barcelona por Valencia se subastó dos veces en ese
año de 1848, en septiembre (desierta) y en noviembre. Su trazado original habría
de discurrir por Albacete y Almansa, pero se acortó siguiendo el antiguo Camino
Real de Valencia por la Mancha conquense (muy aproximadamente el primer trazado
de la N-III antes de la construcción del Pantano de Alarcón). La línea, después
de todos los cambios y pruebas, sumó finalmente 60 torres, 30 a Valencia y 30
más a Barcelona. A partir de Barcelona y hasta la frontera francesa en La
Junquera, se añadirían 17 torres más. Las obras avanzaron a toda velocidad,
pues en octubre de 1849 la línea ya operaba de Madrid hasta Valencia. Los
torreros que se incorporaban a sus puestos se encontraban las torres aún en
obras, andamiadas, ocupadas todavía por albañiles, plomeros y canteros, sin puertas
o sin ventanas en los rigores del invierno, sin mobiliario… todo ello en mitad
de un tropel de ingenieros y supervisores que imprimían a la obra un ritmo brutal.
Se dio a los contratistas un plazo de cinco meses para levantar cada torre, que
hoy puede parecer holgado pero que en la época distaba de serlo, sobre todo
porque las torres a menudo se levantaban en lugares de acceso complicado, donde
los acarreos de material dificultaban y encarecían las obras. Las arboladuras,
quintales y quintales de hierro, se encargaron con un plazo despiadado al
puntilloso contratista Tomás de Miguel, El
Vizcaíno, célebre herrero, cerrajero y relojero del Madrid decimonónico, a
la vez que atrevido e innovador empresario, que suministró todas las
maquinarias de los telégrafos ópticos españoles y luego de los telégrafos
eléctricos. Los periódicos de la época alababan el nuevo logro del coronel Mathé,
conseguido en un tiempo récord.
El asunto tiene todavía más mérito si se repara en que José
María Mathé peleaba en dos guerras a la vez: una por colinas y montes de medio
país, otra en los despachos de Madrid. Gracias a la inefable burocracia
hispánica, en 1847 la gestión del telégrafo se bifurcó en dos ministerios, el
de Obras Públicas y el de Gobernación, asunto que costó racionalizar, pasando
la competencia íntegramente a este último al año siguiente. Apenas se habían
cambiado los cartapacios de edificio cuando de nuevo las competencias sobre los
telégrafos patrios pasaba al nuevo Ministerio de Fomento, en 1851. Si de
puertas adentro era un caos, no cuesta entender los problemas de adjudicatarios
y contratistas, desde mero papeleo hasta manifiesta imposibilidad de cobro.
Pero más peligrosa era la cuestión política: entre 1844 y 1854 se sucedieron 14
gobiernos. Ese último año el tiovivo político por fin se detuvo por un momento
para dar paso a… la Revolución. Salvo rara excepción, la única duda era si cada
nuevo ocupante de la poltrona superaría al anterior en ineficacia y en estupidez,
por no hablar de cosas peores. Para Mathé, el fantasma de su compañero Llerena,
vagando por los pasillos de Corte y ministerios, fue siempre una amenaza
omnipresente.
El segundo tramo de la línea, de Valencia a Barcelona, nunca
llegó a terminarse. Se remataron las torres hasta Castellón, y entre Tarragona
y Barcelona. También en el tramo final entre Barcelona y la frontera francesa
en La Junquera. Algunas recibieron sus dotaciones de torreros y llegaron a
operar en pruebas. El tramo entre Castellón y Tarragona quedó inconcluso,
seguramente por la inestabilidad y la inseguridad de la zona (con un rechazo
frontal de las poblaciones a la construcción de las torres) y así siguió hasta
el abandono definitivo del ramal entre Valencia y Barcelona en 1853. El trazado
ya operativo fue rebautizado como Línea de Valencia, a secas, denominación que
mantendría hasta su cierre, con extremo en la Torre de San Francisco en la
capital valenciana, la número 30 del tendido.
Por el contrario, la ciudad de Cuenca fue agraciada con una
variante no prevista inicialmente, que la comunicaba con Madrid a través de ocho
torres, enlazando con el trazado principal de la Línea de Valencia en la torre
de Tarancón, la número 10. El Ramal de Cuenca, como se lo conocía, fue
inaugurado el 25 de agosto de 1850. No están claras las razones que
justificaron esta obra. A título de hipótesis, no había ninguna razón de
verdadero peso salvo una: comunicar con Madrid una capital de provincia muy
cercana a los nidos carlistas del Sistema Ibérico, donde aún el Pretendiente
contaba con amplias simpatías. Aunque el absceso de la Segunda Guerra Carlista
había conseguido ser constreñido en suelo catalán, en el Maestrazgo hubo que sofocar
un importante intento de alzamiento carlista en 1849. Que Ramón Cabrera,
retornado de su exilio francés, hubiese intentado llegar hasta allí para unirse
a los sediciosos eran informes muy preocupantes para el gobierno de Madrid. Una
línea hasta Cuenca en suelo todavía seguro proporcionaría una reducción
sustancial del tiempo de transmisión de las noticias, mejora que todavía podría
ser aumentada si se prolongase la cadena por las crestas del Sistema Ibérico a
través de heliógrafos o semáforos militares sin instalaciones permanentes (los
famosos “telégrafos” de algunas cumbres de las sierras de Cuenca y Teruel). Cuenca
se encontró así con una tecnología con la que llegaron a contar muy pocas
ciudades españolas, pero cuya duración sería efímera.
Efectivamente, el final del telégrafo óptico se acercaba con
celeridad. El lustro 1850-55 marcó el triunfo definitivo del telégrafo
eléctrico, cuyo utillaje y fiabilidad mejoraron de forma exponencial. Miles de
kilómetros de alambre telegráfico se tendieron en esos escasos años por toda
Europa y Norteamérica. En España, ya en el año 1847 se tendió una pequeña línea
de telégrafo eléctrico en el puerto de Bilbao que pese a su cortedad
(comunicaba las dos orillas de la ría del Nervión, hasta Portugalete) fue la
primera que funcionó en el país. Pasó desapercibida. Mucha más trascendencia
mediática tuvo la exposición sobre telegrafía eléctrica que se celebró en
Valencia en 1849, y que dio conocer todos los artilugios propios del nuevo
sistema. La muestra tuvo una gran repercusión en la prensa de la época y
degeneró en una fuerte polémica con aderezos maximalistas, tan del gusto de
aquellos años, que el gobierno del momento quiso aplacar autorizando la
construcción en el mes de noviembre de una línea eléctrica experimental entre
Madrid y Aranjuez. El tendido funcionó ya en la primavera de 1850, pero de
forma tan solapada y discreta que quedó a la vista que se estaban dando largas.
No era para menos: entre construidas, en construcción o pendientes de
construir, estaban en la balanza 270 torres ópticas que ya habían costado
millones de reales.
De todas formas, lo de mirar para otro lado no se podía
prolongar indefinidamente. En 1852 y durante tres meses, el propio Mathé fue
comisionado por el Gobierno para visitar varios países europeos y
familiarizarse con los diferentes sistemas de telegrafía eléctrica ya en
funcionamiento: sistema Foy-Bréguet en Francia y Bélgica, sistema Gauss-Webber
en Alemania, sistema Wheatstone en Gran Bretaña... A la vuelta, su informe al
Ministerio fue demoledor, contundente: España debía adoptar lo antes posible la
telegrafía eléctrica, en detrimento de la óptica. Quiso el destino que el mismo
hombre que durante toda su vida había defendido a capa y espada el telégrafo
óptico tuviese que extender su certificado de defunción. Le costó convencerse
como buen guipuzcoano que era, pero cuando lo hizo actuó rápidamente y sin
dudar, tirando por la borda años de un trabajo que era ya la razón de su vida,
y de paso jugándose la carrera y la reputación. Eso también dice mucho del
carácter integérrimo de nuestro personaje.
El Cuerpo de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos, bajo
la dirección de un Mathé ascendido a brigadier (no le resultó tan mal después
de todo), fue el responsable de tender la primera línea de telegrafía
eléctrica, de nuevo entre Madrid e Irún (aunque esta vez por Zaragoza). La
obra, por el sistema de cables suspendidos, se prolongó entre 1853 y 1855. Se demoró
más de la cuenta y se encareció, a decir de algún retorcido medio de
comunicación de la época, quizás por la dificultad en el suministro de nuevos
componentes, quizás por la impericia de operarios e ingenieros con el nuevo
sistema, que seguramente en un principio fue el Wheatstone británico. Hubo
incidentes serios e incluso alguna desgracia que lamentar, porque nadie tenía
eso de los amperios muy asumido, y el tinglado soltaba unos calambrazos de
órdago. Las siguientes líneas fueron mucho más rápidas, y de hecho fueron
tendidas a una velocidad sorprendente. El telégrafo eléctrico era barato en su
instalación, y también en su mantenimiento. Además, a partir de 1855 se abrió a
comunicaciones particulares, lo que lo hizo rápidamente rentable. Grandes compañías
nacionales de un incipiente capitalismo, como los ferrocarriles o la industria
pesada del norte, estaban más que interesadas en el nuevo sistema.
Después del giro copernicano de la política telegráfica
nacional, las torres del telégrafo óptico estaban condenadas, y su final fue
patético. Premonitorio fue que la primera línea del telégrafo eléctrico se
pagase con el millón de reales dedicado a nuevas torres ópticas. Durante unos
meses pareció que ambos sistemas coexistirían, pero luego llegaron los cierres
de líneas en 1855, 1856, 1857… Algunas torres todavía olían a pintura nueva, y
las más antiguas no cumplirían la década de servicio. Un eficaz cuerpo de
torreros que había costado grandes esfuerzos formar tuvo que ser desmontado. Una
considerable parte de ellos, “los
individuos mejor predispuestos”, se reciclaron en operadores de telegrafía
y se integraron en la nueva red eléctrica y en el escalafón del recién fundado
Cuerpo de Correos y Telégrafos. Así, los primeros 24 operadores de la Línea de
Irún fueron torreros ópticos reconvertidos, que mostraron una gran facilitad
para adaptarse al nuevo sistema. Otros, desechados, se fueron por esos mundos.
Algunos, no pocos, habían echado raíces en los pueblos a la sombra de las
torres, y solicitados o no, ya no se movieron de allí.
Así, en Abia de la Obispalía, en Olivares, en Fuenterrobles,
hay vecinos que todavía recuerdan al antepasado torrero que vino de Asturias o
de Córdoba y que allí se quedó cuando la torre dejó de transmitir y la máquina
fue desmontada. Cuentan de la guapa y pizpireta mujercita que se agenció luciendo
en la Plaza Mayor el elegante uniforme de color azul de Prusia con bocamangas
rojas, y de como ella iba a verle a la torre contra lo que dictaba el
Reglamento, y de las cuatro tierras que se compró en la localidad con sus
magros haberes y que le permitieron comenzar una nueva vida. También cuentan
que los viejos torreros, a la par que se cargaban de años, subían renqueando de
vez en cuando a las torres cada vez más destartaladas para atisbar el horizonte.
Algo quedaba del antiguo esprit de corps
forjado en tantas penalidades y privaciones. Alguno incluso, en un acto de
servicio final, mantuvo y reparó la torre abandonada, como si pensase que
quizás algún día la telegrafía óptica pudiese volver.
En noviembre de 1856 José María Mathé fue nombrado Director
General del Cuerpo de Telégrafos, que organizó a la par que atiborró la
geografía nacional de hilos telegráficos. Se jubiló a petición propia en 1864,
debido a los achaques provocados por sus heridas de guerra y por los años de mala
vida por los caminos supervisando torres y tendidos telegráficos. No pudo
estarse quieto mucho tiempo y unos meses después retornó al servicio activo, de
nuevo en el escalafón militar, como Director General de Telégrafos Militares,
adaptando para usos castrenses su antiguo sistema de telegrafía óptica civil.
Su trabajo sería necesario una última vez: la tercera y última guerra carlista
obligó a recuperar la telegrafía óptica de nuevo en amplias comarcas del norte
peninsular. El telégrafo eléctrico, como se había predicho, era imposible de
vigilar y defender, y las comunicaciones cayeron en los primeros días del
conflicto en amplias zonas. La última versión del sistema Mathé, que funcionó
entre 1872 y 1875, era todavía mejor que su antecesora civil: más sencilla, más
liviana, más rápida. Eso sí, encaramada sobre blocaos, búnkeres y sólidos
fuertes, pues la era de los Howitzer y los Krupp había llegado. Mathé también asesoró
activamente al telégrafo eléctrico civil hasta el final de su vida. Murió en
1875 en Madrid, ya con rango de general y con una magnífica reputación personal
y profesional, extremo harto infrecuente en estos lares patrios. Fue el
verdadero padre de la telegrafía óptica española. Y de la telegrafía eléctrica…
No llegó a conocer el descubrimiento de las ondas de radio, acaecido
en 1887.
De aquella aventura en la actual provincia de Cuenca quedaron
veinte torres del telégrafo óptico. Es la provincia que contó con un mayor
número de ellas. Además, en sentido estricto, habría que añadir aquí las cinco
estupendas torres de la comarca de Requena, que fue provincia de Cuenca cuando
se construyeron y durante la mayor parte de su servicio activo. Algunas de las torres
conquenses han desaparecido sin dejar rastro y de otras quedan informes
montones de escombros. Otras son muros quebrados en lo alto de alcores y
oteros. Algunas se conservan en un estado magnífico para llevar siglo y medio
abandonadas a su suerte. Así que invito a vuesas mercedes a seguirlas una por
una en las próximas entradas de este blog. Torres, lugares y paisajes. Voy a
terminar, si me permiten la licencia, donde empecé. En la Torre de la Mendoza.
(Sigue en la segunda parte)
Mis agradecimientos al Excmo. Ayuntamiento de Arganda por dar
todas las facilidades para la visita a la torre, y en particular a Cristina
Fuentes, técnico de Empleo y Turismo, por su interés y su amabilidad.
Detalle de la imagen anterior.
|
Detalle de la imagen anterior. |
Aspilleras. |
Volante de transmisión del cilindro principal. Cifras hasta el 9, más las letras M y X, signos de “error” y “repetición”. |
Trípode para el catalejo. |
Detalle del árbol de señales. |
Bastidor de señales. |
Trampilla. |
Engranaje de transmisión del bastidor de señales. |
Autovía A-40 en Horcajada desde las ruinas de la torre telegráfica nº 106, “Torrejoncillo del Rey”. Algunas torres continúan a la vera de ejes de comunicación. Otras, que se construyeron apartadas, siguen en un total aislamiento. Unas y otras suelen disfrutar de vistas magníficas. |
Monasterio de Uclés desde la torre óptica nº 108, "Sierra del Pavo". El camino a los pies es el de Santiago ucleseño. Un ejemplo de como las viejas torres telegráficas se imbrican a menudo con otros elementos patrimoniales y monumentales |
Torre nº 20, “La Mochuela”, en Graja de Iniesta. Una y otra vez las modernas antenas repetidoras se levantan junto a las viejas torres del telégrafo óptico. Ayer y hoy de las telecomunicaciones. |
Para la segunda parte de este trabajo, Las Torres de Requena: https://www.turalia.blog/2019/11/el-telegrafo-optico-parte-2.html
Para la tercera parte, Por las lomas de la Manchuela: https://www.turalia.blog/2020/04/el-telegrafo-optico-parte-3.html
Hola, Soy Victoria de Argentina. Mi profesor me pide que dibuje, guardando las relaciones de tamaño, un telégrafo óptico de Mathe.
ResponderEliminarUsted me podría facilitar las medidas reales?
Muchas gracias!
Buenos días. Las medidas de una torre del telégrafo de sistema Mathé son 6,12 x 6,12 metros en la base. La altura total (sin la barandilla o pretil) son 9,47 metros, de los que 3,43 metros de elevación corresponden al piso bajo, y 3,06 metros a los otros dos, piso de guardia y de maniobra. A esto había que añadirle la barandilla, bien de forja metálica bien de ladrillo o mampostería, de unos 80 cms aproximadamente. El espesor del suelo de madera entre cada piso era de unos 17 centímetros, salvo la terraza superior, de unos 40 aproximadamente. El interior en todas las plantas sumaba 4,42 x 4,32 metros. Es mucho más difícil calcular la altura del árbol de señales, porque no se conservado ninguno original y además se montaron varios modelos, pero habría de tener en torno a 6 metros de altura, con lo que la torre en total tendría una altura de unos 15,50 metros.
EliminarTodo esto, no obstante, son medidas ideales que en la práctica pueden tener pequeñas variaciones, según la línea o la comarca. Por ejemplo, hay torres que tienen 5,95 en la base, y otras 6,25 metros.