Jaime Bort y el Santo Rostro de Honrubia
Recuerdo que en cierta ocasión un profesor mío de historia
del arte hizo un comentario que me llevó a reflexionar. En mitad de un debate
acerca del arte provincial con alguno de sus alumnos, nos espetó que el arte
barroco en general, y en la provincia de Cuenca en particular, se divide en
dos: Barroco, y Barroquillo.
Y es que en otros estilos en el ámbito local no se plantea esa dicotomía. En el Renacimiento conquense, por ejemplo, es notorio el alto nivel de calidad en la entrega de edificios, sean conventos, iglesias, puentes o palacios. Si una villa o lugar no puede sufragar una columnaria de cuatro fustes, pues la iglesia de una nave que se levante en su lugar será no obstante un edificio magnífico. Incluso en los no muy abundantes casos en los que el Renacimiento penetró en la Sierra de Cuenca, los edificios serranos de estilo renacentista (Cañamares, Poyatos, Cardenete, Henarejos…) nada tienen que envidiar en cuanto a proporciones, ejecución o material a sus vecinos alcarreños o serranos. Se disminuye el tamaño, nunca la calidad.
También se da el extremo opuesto: en el Románico de Cuenca, por ejemplo, casi todo es pobre. Quitando las parroquias de Valdeolivas, Albalate, Arcas, Valeria y la malhadada de San Martín de Cuenca, todo el estilo adolece de una escasez de medios notoria, en algún caso incluso con una escasa pericia constructiva en aparejos, labra, cimentación, orientación y proporción, como no podía ser menos en la época terrible y vertiginosa en la que fue engendrado.
El Barroco de Cuenca (que todavía espera, por cierto, su gran obra de estudio y compilación) es ambivalente. Por un lado están las grandes creaciones que podemos contemplar por lo general en las principales poblaciones, por otro las pequeñas iglesias rurales (y a veces urbanas), en las que a menudo se racanea, y mucho. Son edificios, por lo general, hechos con más entusiasmo que medios, en los que no cabe redención de la mano de famoso arquitecto. Hasta el gran José Martín de Aldehuela, constreñido por presupuestos despiadadamente exiguos que no le iban a dejar la más mínima ocasión de lucirse, hizo bodrios. De los de tente mientras cobro. Con perdón.
Además, cuando uno se echa al cuerpo una buena empanada de templos del Barroquillo conquense a lo largo de la geografía provincial, una incómoda idea le va asaltando: están hechos en serie. Para que luego digan que la Ford inventó la cadena de montaje cuando ya en Cuenca lo teníamos asumido en el siglo XVIII con lo único que se nos daba bien hacer, esto es, iglesias y conventos. A ver: hay un tipo A (3 naves), un tipo B (una nave con crucero y cúpula), un tipo C (cúpula pero no crucero), un tipo D (bóveda de arista en lugar de cúpula), un tipo E (simple bóveda de cañón con fajones) y hasta un tipo F (las cuatro paredes con parhilera, y aú). La torre siempre centrada a los pies en los del tipo A, B y a veces C. En el resto espadaña en el hastial oeste. En el F ni eso. Las mismas medidas exactas de intradós de arco y de luz de bóveda en un número sospechoso de edificios, lo que significa que están reaprovechando las cimbras de una iglesia para otra. Hasta los moldes de los estucos son los mismos, leñe. Y no solamente eso: es que viendo la entrega en algunos lugares, esos moldes llevaron muchos años de sufrido servicio.
Obvia es la razón: después de la terrorífica crisis del siglo XVII que laminó la economía castellana, y después de los estragos de la Guerra de Sucesión (1701-1714), más de media diócesis de Cuenca necesitaba templos nuevos a tenor del panorama desolador que pintan los libros de visita. Aunque la guerra y la incuria las hubiesen respetado, las viejas iglesias románicas, ancianas venerables con medio milenio a cuestas, se caían a pedazos. Aquí y allá, fabulosos templos renacentistas inconclusos daban fe del periodo de hipercapitalización e imperial insensatez en el que fueron comenzados a construir. La mejora de las condiciones económicas a lo largo del siglo XVIII dio pie a un fenomenal programa de finalización, reconstrucción y reparación de edificios a lo largo de todas las tierras de Cuenca. Tras el gobierno de una serie de obispos mediocres, una serie de prelados magníficos van a ocupar la silla de San Julián, y son los que van a promover la eclosión arquitectónica del siglo XVIII en la diócesis conquense a la par que el poder civil intentaba hacer lo propio con palacios, pósitos y casas consistoriales. Eso sí, la susodicha eclosión fue un poco barroca, y un mucho barroquilla. Don Miguel del Olmo Manrique o Don José Flórez Osorio no cedían en ímpetu y en altas miras a Don Diego Ramírez de Fuenleal, pero el talonario no era el mismo. Ah, los prosaicos dineros…
Y luego está el Barroco, el bueno, hecho con medios, gusto y pericia. En la provincia de Cuenca se focaliza con diferencia en la capital y en menor medida en Huete, las dos ciudades del antiguo obispado (Requena en esta época aún no lo era, y Barroco no tiene demasiado). Fuera de allí son destellos: en Uclés, San Clemente, Sisante, Villanueva de la Jara, Iniesta o la derrumbada Moya… A veces brillan en lugares donde provocan la sorpresa, donde parece que no cabría encontrarse una obra de arte de tal valía: Consolación en las Hoces del Cabriel, el camarín de la Virgen de Tejeda en el Convento Nuevo de Garaballa, San Miguel de la Victoria sobre el Estrecho de Priego… y la ermita del Santo Rostro de Honrubia. Barroco de postín.
La iconografía del Santo Rostro, o Santa Faz, hunde sus raíces en el evangeliario apócrifo y antiquísimas tradiciones de los primeros siglos del Cristianismo, en torno al legendario Mandylion de Edesa, tantas veces perdido y hallado. No obstante, es un motivo persistente a lo largo de los siglos, de tal manera que la figura de Verónica (o Berénice) enjugando el rostro de Cristo forma parte del imaginario devocional popular todavía en nuestros días. Los fervores a la Santa Faz, sin embargo, son relativamente poco frecuentes en el mundo cristiano, y más todavía en la Iglesia latina occidental, esto es, la Católica. En las iglesias ortodoxas, herederas de los patriarcados orientales y del mundo bizantino, la representación de lo sagrado en dos dimensiones, resultado de la Querella Iconoclasta, ofrece una mayor proliferación de esta iconografía, aunque cabe insistir en que la Santa Faz no es el rostro de Cristo representado, sino su impronta negativa en un paño, versión reducida de la Santa Sindone, a la que algún autor, yéndose un tanto por las ramas, incluso ha vinculado con el misterioso Mandylion, cuyo último destino siempre fue incierto.
Escasos son los cultos al Santo Rostro, digo, pero presentes a lo largo de toda la geografía nacional. Algunos, como los de Alicante o Jaén, son de una enorme pujanza hoy en día. En la provincia de Cuenca, además de Honrubia, tenemos al menos otros dos (si me dejo alguno pido disculpas por anticipado) en Osa de la Vega y en Arcas, al que se podría añadir el de Sacedón, que fue ámbito de Cuenca. Quizás también pudieron existir cultos al Santo Rostro en Villar del Maestre y en Olmeda del Rey, donde se ha conservado iconografía. Todos tienen una cosa en común: aparecen en el siglo XVII, más bien hacia el centro de la centuria. También algo los une: no los promueve la Iglesia oficial, sino que surgen de explosiones de devoción popular, a menudo unidas al hecho milagroso que tiene como eje la ausencia de intervención humana. Son representaciones "non manu facta", "acheiropoietoi", no hechas por mano del hombre.
Se podrían poner muchos ejemplos de santos vinculados a una época, que también las advocaciones surgen y pasan de moda. Parece que es el caso de los cultos al Santo Rostro en tierras de Cuenca, que nacen en una época de calamidades y penuria, como bálsamo y evasión de un pueblo llano angustiado que busca nuevas formas de expresión del hecho religioso, y con un indudable componente imitativo entre localidades. Muchas de estas explosivas manifestaciones, que en ocasiones rayaban la heterodoxia doctrinal, eran toleradas en un principio por la Iglesia, pues lidiar con el fenómeno en caliente era complicado y a veces su pervivencia en el tiempo era efímera. De perdurar, poco a poco eran reconducidas, limadas sus aristas y encauzadas, nuevo hito en la vivencia religiosa y el calendario festivo de cada localidad, casi siempre en los días de septiembre previos al equinoccio autumnal.
En el caso de Honrubia, el año es 1613. Una mujer del común, Ana María Rubio, entregada a una vida de oración y mortificación en su humilde domicilio, y que seguramente ya contaba con un pequeño grupo de seguidores, vio como en un diminuto cuadro que utilizaba como objeto de sus plegarias se manifestaba el rostro de Cristo con el milagro de un sudor de sangre. El prodigio fue una auténtica válvula de escape para una población que se enfrentaba a muchos y variados problemas de índole económico y territorial, y que por entonces todavía, con sus cuatrocientos y pico vecinos (casi dos mil habitantes) era aldea de Alarcón, pues no conseguiría el villazgo hasta 1630. Pronto, cómo no, se desveló el poder taumatúrgico de la pequeña imagen, y llegaron las curaciones y las maravillas, que decir que la Fe mueve montañas es quedarse corto.
No obstante, se diría que después de un primer momento de ebullición tras el portento, los cultos al Santo Rostro de Honrubia tuvieron un cierto retraimiento, y luego fueron a más, pero poco a poco. Es sintomático que en 1655 todavía no tuviesen ermita propia, en una localidad que por entonces contaba con ocho (la Virgen de las Nieves, San Gregorio, San Cristóbal, Santa Quiteria, San Ana, San Roque, San Sebastián y Santa Águeda). Puesto que la devota Ana María fue enterrada en la iglesia parroquial con toda la pompa y aditamentos (a diferencia, por ejemplo, de lo que pasaría años después con la Beata de Villar del Águila) está claro que la Iglesia oficial dio sus parabienes al nuevo culto, con lo que no cabe contar con resistencia por esta parte. También el empeño en mantener hasta el día de hoy la casa donde ocurrió el hecho milagroso, incluso con el pequeño cuadro que perteneció a la beata propietaria todavía colgado de la pared, apunta a una utilización como improvisado lugar de veneración, relativamente prolongada en el tiempo. Quizás el auge progresivo haya que buscarlo, como en otras muchas ocasiones, en una razón mucho más terrenal: la simbiosis entre la celebración del Santo Rostro y la potente feria de ganado de Honrubia, coincidentes en las mismas fechas, del 17 al 22 de septiembre. Creo que tuvo que haber una retroalimentación entre el evento profano y el religioso, lo que explicaría también que a la hora de levantar la Ermita en los años de 1720 las aportaciones de foráneos fuesen muy sustanciosas. Que esa ermita se levantase hacia la gran plaza donde se celebraba la Feria tampoco parece casual. Alguna fuente apunta a una primera ermita antes de la actual, que en todo caso tendría que haber sido levantada después de ese año de 1655, en que no consta. No tendría nada de extraño por otra parte. Tampoco debería haber sido gran cosa, si no demasiados años después se la reemplaza por la actual.
Lo cierto es que la economía de Honrubia prosperaba poco a poco en el siglo de miserias que fue el XVII. A diferencia de lo que ocurría en San Clemente, cabeza del Corregimiento, anquilosado por una fiscalidad galopante y una élite rapaz; y de lo que sucedía en Alarcón, Belmonte o el Castillo, antiguas cabezas del Señorío de Villena, donde un régimen señorial decadente y el marasmo social se traducían en desplome demográfico y económico, las nuevas villas manchegas (caso de Honrubia) van a demostrar a menudo un dinamismo mayor, sin duda no excesivo pero sí evidente. Honrubia alcanza los 450 vecinos hacia mediados del XVII, censo que va a mantener con escasos altibajos hasta el final del Antiguo Régimen. Sus dos mil (o poco menos) habitantes reglamentarios, con solamente 15 familias hidalgas y 12 eclesiásticos en 1752. Los cultos al Santo Rostro iban para arriba, a la par que los mercados y Feria, que la espiritualidad estaba muy bien, pero si servía además para sacarle las perras a los forasteros, pues miel sobre hojuelas. Con el gran empujón económico (y anímico) que supuso el final de la Guerra de Sucesión, hacia 1720, se decidió la construcción de una nueva ermita, acorde con una devoción ya consolidada y extendida.
Alguien por entonces, ya en pleno Siglo de las Luces, tuvo que manifestar dudas y reticencias, centradas quizás en el origen milagroso de la imagen y su carácter non manufactum. Como uno se puede imaginar, para los honrados honrubianos (y honrubianas) deshonrar un ápice a su Santo Rostro era mentar a la bicha. Pero es que además otra amenaza se alzaba, si cabe más ominosa y terrible: la competencia les tomaba ventaja. El Santísimo Rostro de Osa de la Vega no paraba de orquestar prodigios, desde que en 1644 se manifestó en mitad de un fulgor evanescente a Isabel del Corral, buena mujer que casi fenece del soponcio, para a continuación mostrar su naturaleza milagrosa en una abundante sudoración de gotas de sangre y agua. Y esa fue solamente la primera, porque lo que siguió en Osa era una detrás de otra. Y allí estaban las buenas gentes de Honrubia con cara de pasmo viendo como, después de ser los primeros, los llegados después les tomaban ventaja con más agresivas políticas, por no hablar encima de algún descreído (que Pedro Botero ya se encargaría de cocer en su momento) poniendo en duda hasta lo más sagrado del universo y orbe, esto es, su Santo Rostro. Así que el pueblo, con su párroco y regidores al frente, se puso las pilas en lo que a adoración y piedad se refiere, y el Santo Rostro de Honrubia colmó de dicha a su grey y sudó sangre y lágrimas de nuevo en 1725. Como tenía que ser. Y ahora ya podía venir su Reverendísima y hacer un sínodo de esos, o como se llamase, para apañar el milagro de papeles. Y la fraternal autoridad del Santo Oficio de mutis por el foro, que los designios del Señor son inescrutables, y mejor no meneallo. La Feria bien, gracias. ¿Por dónde íbamos, convecinos? Ah, sí, la ermita nueva.
Habría de ser grande, alta, airosa, espaciosa, capaz de contener entre sus muros a todo un pueblo entregado. Lo fue hasta el punto que dejó en segundo término a la iglesia parroquial. Habría de ser de la mejor factura y de la más moderna arquitectura, pues el pueblo podía, y si no ya se entramparía. También habrían de colaborar los devotos llegados de tantos otros lugares. Que no se iban a escapar de la cuestación, no. Como estos gorrones de Villarrobledo que venían casi de romería, y que a cambio de tanto favor y gracia del Santo Rostro no se dejaban ni cuatro reales. También habría que buscar arquitecto competente, más no consagrado, a fin de que ya de entrada no los crucificase con sus honorarios. La elección recayó en Jaime Bort, y a la vista del resultado, fue una buena elección.
En la vida y obra de Jaime Bort y Meliá, gloria de la arquitectura nacional, existen enormes lagunas. La culpa la tienen la destrucción de archivos y la inexistencia hasta el día de hoy de una investigación sistemática y coordinada a lo largo de los lugares en los desarrolló su ciclo vital y su creación artística. Era hijo de Vicente Bort y de Marcela Meliá, y nació en fecha imprecisa en la actual Coves de Vinromà (Cuevas de San Mateo en antigua documentación), actual provincia de Castellón y entonces diócesis de Tortosa. La horquilla de nacimiento abarca la década de 1690, siendo el año más probable el de 1693. Tuvo al menos dos hermanos, Vicente y Victoriana, ambos más jóvenes que él. Ella quizás nació hacia el cambio de siglo (madre en 1725), también en Coves, en tanto que la fecha del nacimiento de Vicente (seguramente el menor, pese a llevar el nombre del padre) habría que retrasarla todavía más, acaso hacia 1710 o incluso después. Ciertos indicios, no obstante significativos, como que Jaime tome a su cargo a Vicente o que su hermana lo acompañe en sus desplazamientos (casará en Cuenca) inducen a pensar en una pérdida temprana de los progenitores, tras la cual Jaime quizás tuvo que desempeñar roles paternos con sus hermanos menores. Seguramente también fue la causa de su tardío matrimonio, aunque estos creadores, embebidos en sus obras, suelen casar tarde.
De sus primeros años no se sabe casi nada, como tampoco de su formación y de sus primeros trabajos, que seguramente fueron de ámbito local y de poca entidad. Parece claro que esta formación fue profunda, y solamente hay dos lugares cercanos donde ha podido obtenerla: Orihuela, cabeza de potente obispado y foco artístico (y donde luego haría estudiar a su sobrino Julián), y la propia ciudad de Valencia. Seguramente fue en esta última donde se formó Jaime Bort. La Valencia de principios del XVIII era un hervidero barroco con un buen número de autores italianos en activo que estaban introduciendo nuevos modelos del rococó itálico, de cuyos nuevos cánones Jaime Bort desde sus inicios demuestra estar muy familiarizado.
Jaime Bort formó un sólido tándem durante toda su vida con su hermano Vicente, aunque sin descartar encargos aislados en los que solo intervenía uno u otro. Jaime era el arquitecto, aunque también acumuló una notable reputación como ingeniero de obras civiles e hidráulicas. Vicente era el escultor, imaginero, pintor y decorador. Se lo ha supeditado quizás de forma injusta a su hermano, pues era un buen escultor, un pintor más que pasable y sobre todo un magnífico decorador barroco. En todo caso pienso que la vinculación a su hermano Jaime hay que ajustarla en los mismos términos en que la pintura y la escultura, artes menores, se subordinan a la arquitectura que las acoge, arte mayor. También por otra razón, de lo más obvia: Vicente se ha formado desde muy niño y ha crecido a la sombra de su hermano, no solo artística, sino ante todo vital. Es hacia la década de 1740, y no antes, cuando ya se aprecia a un Vicente maduro que empieza a afianzar su autonomía frente a su hermano, independencia que ya es plenamente visible en los años de 1750. Sin embargo, la colaboración entre ambos perduró y fue muy intensa hasta la muerte de Jaime, acaecida en 1754. Sea como fuere, la historia del arte ha tratado muy mal a Vicente Bort y Meliá, oscurecido por la figura de su hermano, que era el que firmaba contratos y trazas. Muchas de las obras de escultura y ornato que son atribuidas a Jaime son sin duda creación suya.
La ermita del Santo Rostro de Honrubia es la primera obra conocida de Jaime Bort. Si se le encarga hacia 1720 (hay quien la retrasa hasta 1725 enlazándola con el episodio de la sudoración), todavía era un galano mozo que solamente podría presentar un magro currículo. La apuesta de Honrubia era arriesgada, qué duda cabe. Lamentablemente no parece posible rastrear los detalles concretos que llevaron a esta contratación, que seguramente fueron curiosos. Hay que tener en cuenta la lejanía geográfica del más que presunto ámbito de formación de Bort y el hecho de que lo que iba a levantar era un templo del más refinado barroco valenciano, ajeno a los modelos del austero rincón castellano que se lo encargaba.
No constan parones ni demoras en la fábrica. El pueblo se volcó en la obra, y hasta los de Villarrobledo superaron las expectativas, pues no fueron generosos, sino manirrotos. En 1730 estaba ya casi terminada. Por el volumen y la calidad de entrega del edificio, todo apunta a un comienzo más hacia 1720 que hacia 1725. El Libro de Visitas de ese año de 1730 describe el estado de la obra:
"Se está dando los últimos toques a la Iglesia. La media naranja está estancada como una vara en circunferencia hasta coger la boca de la linterna. Las bóvedas del cuerpo de la Iglesia están sólo tabicadas y las paredes del crucero están maestradas y los cuatro arcos torales del mismo modo. Que las pechinas de la media naranja están sin maestrar y sin correr el coronamiento del crucero. Falta hacer el Coro y amaestrar la Sacristía, y echarle el cielo raso a la habitación que hay encima y está sin enlucir. José Gálvez, latonero, soldó el capitel y José Martínez Montoya hizo la yesería. La madera de las puertas se trajo de Fuentes y en Valera de Abajo las hicieron. El retablo lo hace Jaime Bort, maestro de escultura y escritor de la traza que practica para que pase a la obra".
Poco después, una visita posterior añade: "Que se sustituya el plomo del tejado por teja fina valenciana de colores a causa de las goteras y que se haga el tejadillo…"
La descripción evidencia que el templo ha concluido su parte estructural y se trabaja en remates, decoración y retablo. Si no hubo retrasos, y nada parece indicar que los hubiese, seguramente entre 1731 y 1732 se daría la obra por completamente terminada, que es el año en que Bort aparece ya en otros menesteres. Es curiosa la noticia de la sustitución de una primera cubierta emplomada por la teja vidriada actual, uno de los rasgos más llamativos del edificio, por cuanto no fue una solución original sino adoptada más tarde. Seguramente nuestro arquitecto no tuvo en cuenta la gran horquilla térmica de la zona, ajena al dulce clima costero al que estaba acostumbrado.
Más detalles: a Jaime se lo describe como "escritor de la traza", es decir, un arquitecto en el sentido moderno del término, pero también como "maestro de escultura". Vicente Bort todavía no consta como tal, y no lo hará hasta algunos años después. El libro de visita es tan abundante en detalles, citando incluso maestros de oficios menores, que no deja margen de duda. No hace falta detallar el porqué, al hilo de lo que hemos especulado antes: Vicente en los años de Honrubia debe ser todavía un mozalbete, acaso un recién estrenado veinteañero en 1730, integrado sin destacar en el equipo de su hermano. Por cierto, repárese como la industriosa localidad de Valera de Abajo ya está haciendo sus pinitos con las puertas, a comienzos del siglo XVIII. De largo le viene.
El resultado fue un airoso edificio de planta de cruz latina con crucero bajo cúpula, sobre pechinas y linterna, en una formulación completamente habitual para este tipo de edificios. El cuerpo de la nave central tiene unos 12 metros de anchura por unos 34 de longitud, con una superficie total para todo el templo de unos 580 metros cuadrados. Hacia el exterior destaca la citada cubierta de teja azul valenciana del cuerpo del cimborrio, culminado por la pequeña linterna cuadrada (que se torna circular al interior) con el chapitel metálico que ya aparece en la descripción de 1730. Todo en la obra exterior evidencia una buena calidad de obra: aleros labrados, cuidada mampostería, ventanas y vanos, esquineras… pero lo que sobre todo destaca es la fachada frontal. El imafronte de la ermita del Santo Rostro de Honrubia es sin duda una de las mejores creaciones, en cuanto a fachadas barrocas se refiere, de toda la provincia de Cuenca: completamente de sillería, perfectamente proporcionado, audaz (como corresponde a su estilo) en la disposición de elementos, como la ventana con marco de baquetón rompiendo el frontón sobre la puerta de acceso y la hornacina del segundo cuerpo cuyo frontón de perfil quebrado invade la estructura de la espadaña. Disponiendo casi todos los elementos en una calle central muy potente, la ruptura de líneas provoca un marcado sentido ascensional que remata en la airosa espadaña de dos cuerpos. Frisos y cornisas de casetones, rombos y ovas completan la formulación, que no obstante se antoja sobria, comedida con respecto a otras creaciones del barroco valenciano, a menudo abigarrado hasta lo asfixiante.
El interior vierte hacia el retablo. La decoración, sin duda intencionadamente más sobria en la nave, se incrementa en el crucero y desborda en el presbiterio, haciendo que la mirada se fije inmediatamente allí. Hay muy pocos retablos barrocos de primera fila en Cuenca, pero este es uno de esos, una filigrana churrigueresca explosiva y obsesiva, ejemplo perfecto de horror vacui y derroche de reflejos dorados. En la predela centra el Sagrario flanqueado de los cuatro evangelistas, mientras que el cuerpo principal San Pedro y San Pablo de bulto exento hacen lo propio con la hornacina-camarín central, donde unos expresivos ángeles sujetan al Santo Rostro. Arriba, en el ático semicircular, relieve central del Santo Entierro entre una completa acumulación de elementos decorativos. Sobre el crucero, la cúpula (la "media naranja") cuenta con una atrevida decoración gallonada alternando la policromía en tramos rojos y blancos, reservándose las yeserías de follaje dorado para los primeros. Esta solución también se aplica a las pechinas, donde cuatro medallones muestran escenas de la Pasión de Cristo, uno de los cuales (como no podría ser de otra forma) muestra el episodio de Berénice.
En definitiva, por dentro y por fuera, una preciosa construcción, exponente del mejor Barroco provincial y justificado orgullo de Honrubia. Es una pena que el edificio no esté completamente exento, pues tiene edificios adosados a los lados este y sur, en el que precisamente se ha derribado una casa hace bien poco. Otra cuestión que no me resisto a plantear es el escaso cuidado que se ha tenido con las viviendas de alrededor, algunas incluso antiguas, pero desfiguradas por todo un catálogo de desdichadas reformas, que afean la visión de conjunto. Puede ser que en la Plaza de Honrubia nunca anochezca, pero para que resplandezca habría que orquestar una política estética que poco a poco resalte el valor del espacio urbano y arquitectónico, al menos en el espacio inmediato a la Ermita. Y si esto es una labor de años, complicada y cara, lo de los contenedores de basura en el brazo norte y junto a la pequeña portada tiene poca disculpa, lo siento. También lo de los coches aparcando en torno, de tal manera que es difícil verla libre de ellos en las fotografías. Hace unos años había bolardos, solución que no me gusta pero que al menos impedía que se estacionase en la misma puerta.
Después de finalizar la ermita del Santo Rostro, la carrera de Jaime Bort acababa de comenzar. Su trabajo en Honrubia facilitó una rápida introducción en el ámbito conquense. En 1732 proyecta el retablo del Colegio de los Jesuitas de Huete, ya como maestro vinculado al poderoso obispado conquense. Su trabajo hubo de gustar, pues siguió recibiendo encargos para trazar retablos años después, incluso cuando ya había abandonado Cuenca (en 1740 el de la Capilla de la Asunción en el Colegio de los Jesuitas de Cuenca; y en 1741 el de la Capilla de San Miguel de la Catedral). Ninguna de estas obras suyas se ha conservado. Quizás sea suyo el de la iglesia de Almendros, datado en 1736, que acaba de ser restaurado.
En 1733 peritó la ruina de las Casas Consistoriales de la ciudad de Cuenca, y en febrero de 1734 presentó un proyecto para su reconstrucción (que desgraciadamente tampoco se ha preservado), consistente en una doble formulación: las Casas propiamente dichas, con fachada labrada asomada a la Anteplaza y alineada con la fila de viviendas, y un potente mirador barroco, con filas de arquería y muy decorado, que separaba transversalmente Anteplaza y Plaza Mayor (como el edificio actual) con usos puramente protocolarios. Para aparentar, vamos. Acostumbrado a los cumplidores vecinos de Honrubia, y recién llegado a la Ciudad del Caliz y la Estrella, Jaime Bort no sabía con qué tipo de institución se estaba jugando los dineros y la reputación, pues es cosa sabida que el consistorio conquense lleva en quiebra técnica al menos desde 1417 (seguramente mucho antes) y su devenir a lo largo de los tiempos ha sido una alternancia de periodos jodidos, con otros muy jodidos. Al pobre Jaime Bort le tocó uno de los segundos. Sus trazas nunca se llevaron a cabo y décadas después, ya fallecido nuestro arquitecto, nuestros ilustres munícipes de entonces seguían de gresca bizantina dándole vueltas al asunto de las nuevas Casas Consistoriales, mientras las viejas ya se les habían caído a pedazos y estaban de prestado en la Casa del Corregidor. Y es que hay cosas que cambian, y otras que no. Finalmente, el Ayuntamiento de Cuenca sería ejecutado entre 1760 y 1763 por Lorenzo de Santa María con trazas de Felipe Bernardo Mateo, mucho más económicas. De estilo Barroquillo con una única fachada Barroca a la Plaza Mayor, plana, pesada y densa, rematada por algo que quiso ser fiero león y acabó siendo Mono, con sonrisa bobalicona de oreja a oreja, perfecta alegoría del poder municipal conquense a lo largo de los siglos. Las trazas de Bort, que tanto tiraban para atrás a nuestros inefables regidores por su alto coste, sin duda eran algo muy distinto, ya que tardaron 25 años en rechazarlas definitivamente. Unas trazas Barrocas de punta a punta, vamos. Por cierto que en aquella obra según parece no cobraba nadie. Dejà vu.
Bort también se encargó de varias reparaciones menores y obras de fontanería para la ciudad, como maestro de obras municipal. También como maestro mayor de la Catedral. Hubo de instalarse con sus hermanos en unas casas en el barrio de Santa María la Nueva (derribadas por el Ayuntamiento a comienzos del siglo XX), no muy alejadas a las que luego ocuparía Martín de Aldehuela unos años después (derribadas por el Ayuntamiento a finales del siglo XX). Aunque su obra en tierras conquenses no está del todo bien rastreada, y pudieran surgir sorpresas, sus cortos cinco años en Cuenca hubieron de suponer para él un balance mediocre. No es de extrañar su traslado a Murcia en 1737 tras una primera toma de contacto el año anterior. Nada más desembarcar, el cabildo murciano puso a su disposición una renta de 12.000 reales, más gastos de alquiler de vivienda, manutención y traslados incluidos. A tutiplén. Eso definitivamente era otra cosa.
En Murcia llegaría la consagración de Jaime Bort con las dos obras que inscribieron su nombre en la historia de la arquitectura española: la gran fachada de la Catedral de Murcia (1737-1753) y el Puente de los Peligros (1739-1942). En la primera, basándose libremente en unas trazas de su amigo Sebastián Feringán, Jaime y su hermano Vicente dieron forma a una de las más hermosas muestras de todo el Barroco español en un delirio de volúmenes, curvas y claroscuros, donde arquitectura y escultura se unen en un resultado sobrecogedor. Aparentemente más sencilla, pero no menos complicada, la obra del Puente de los Peligros (o Puente Viejo) suponía un desafío de ingeniería, pues la estructura tendría que resistir las frecuentes y brutales avenidas del río Segura. Jaime Bort se encontró la obra parada (desde 1718), apenas con los cimientos asentados. En apenas dos años cerró los potentes arcos. El puente sigue ahí, y puesto que el agua le ha saltado los pretiles en alguna ocasión, está claro que se hizo a conciencia.
El prestigio profesional de Jaime Bort rozaba el cénit. Su estilo alcanzó su plenitud, como uno de los mejores exponentes del rococó levantino. Los encargos le llovían, en Orihuela, en San Javier, en Elche, en Caravaca de la Cruz… También se estrenó como urbanista, en el diseño de nuevos espacios en la próspera Murcia del siglo XVIII, como la Plaza del Marqués de Camachos. De vez en cuando la clerecía conquense, que deploraba su marcha, le encargaba planos y trazas.
En el año de 1749, el rey Fernando VI mandó a Bort trasladarse a Madrid para acometer la construcción de dos puentes sobre el río Manzanares, en el Real Sitio de El Pardo. Su inseparable hermano Vicente fue con él, aunque quizás se demoró una temporada para rematar el ciclo escultórico de la catedral murciana. La reputación labrada con la estupenda obra del Puente Viejo de Murcia había llegado a la Corte. Entre finales de 1749 y abril de 1751, Jaime Bort levantó el Puente de San Fernando (o Puente Verde), con tan buenos oficios que el rey lo nombró Ayuda de la Furriera de su Real Casa, honor del que tomó posesión el 20 de mayo de dicho año. También construyó el cercano Puente de Trofa, en este caso mucho más pequeño y de madera, que lógicamente no se ha conservado. En la obra del Puente de San Fernando, su hermano Vicente labró las dos magníficas esculturas de San Fernando y Santa Bárbara (por Fernando VI y Bárbara de Braganza) que coronan el pretil, y que aún se conservan hoy en día. También Vicente se encargó, desvinculado en este caso de su hermano, de parte de la estatuaria del Palacio de Oriente.
Y es que en otros estilos en el ámbito local no se plantea esa dicotomía. En el Renacimiento conquense, por ejemplo, es notorio el alto nivel de calidad en la entrega de edificios, sean conventos, iglesias, puentes o palacios. Si una villa o lugar no puede sufragar una columnaria de cuatro fustes, pues la iglesia de una nave que se levante en su lugar será no obstante un edificio magnífico. Incluso en los no muy abundantes casos en los que el Renacimiento penetró en la Sierra de Cuenca, los edificios serranos de estilo renacentista (Cañamares, Poyatos, Cardenete, Henarejos…) nada tienen que envidiar en cuanto a proporciones, ejecución o material a sus vecinos alcarreños o serranos. Se disminuye el tamaño, nunca la calidad.
También se da el extremo opuesto: en el Románico de Cuenca, por ejemplo, casi todo es pobre. Quitando las parroquias de Valdeolivas, Albalate, Arcas, Valeria y la malhadada de San Martín de Cuenca, todo el estilo adolece de una escasez de medios notoria, en algún caso incluso con una escasa pericia constructiva en aparejos, labra, cimentación, orientación y proporción, como no podía ser menos en la época terrible y vertiginosa en la que fue engendrado.
El Barroco de Cuenca (que todavía espera, por cierto, su gran obra de estudio y compilación) es ambivalente. Por un lado están las grandes creaciones que podemos contemplar por lo general en las principales poblaciones, por otro las pequeñas iglesias rurales (y a veces urbanas), en las que a menudo se racanea, y mucho. Son edificios, por lo general, hechos con más entusiasmo que medios, en los que no cabe redención de la mano de famoso arquitecto. Hasta el gran José Martín de Aldehuela, constreñido por presupuestos despiadadamente exiguos que no le iban a dejar la más mínima ocasión de lucirse, hizo bodrios. De los de tente mientras cobro. Con perdón.
Además, cuando uno se echa al cuerpo una buena empanada de templos del Barroquillo conquense a lo largo de la geografía provincial, una incómoda idea le va asaltando: están hechos en serie. Para que luego digan que la Ford inventó la cadena de montaje cuando ya en Cuenca lo teníamos asumido en el siglo XVIII con lo único que se nos daba bien hacer, esto es, iglesias y conventos. A ver: hay un tipo A (3 naves), un tipo B (una nave con crucero y cúpula), un tipo C (cúpula pero no crucero), un tipo D (bóveda de arista en lugar de cúpula), un tipo E (simple bóveda de cañón con fajones) y hasta un tipo F (las cuatro paredes con parhilera, y aú). La torre siempre centrada a los pies en los del tipo A, B y a veces C. En el resto espadaña en el hastial oeste. En el F ni eso. Las mismas medidas exactas de intradós de arco y de luz de bóveda en un número sospechoso de edificios, lo que significa que están reaprovechando las cimbras de una iglesia para otra. Hasta los moldes de los estucos son los mismos, leñe. Y no solamente eso: es que viendo la entrega en algunos lugares, esos moldes llevaron muchos años de sufrido servicio.
Obvia es la razón: después de la terrorífica crisis del siglo XVII que laminó la economía castellana, y después de los estragos de la Guerra de Sucesión (1701-1714), más de media diócesis de Cuenca necesitaba templos nuevos a tenor del panorama desolador que pintan los libros de visita. Aunque la guerra y la incuria las hubiesen respetado, las viejas iglesias románicas, ancianas venerables con medio milenio a cuestas, se caían a pedazos. Aquí y allá, fabulosos templos renacentistas inconclusos daban fe del periodo de hipercapitalización e imperial insensatez en el que fueron comenzados a construir. La mejora de las condiciones económicas a lo largo del siglo XVIII dio pie a un fenomenal programa de finalización, reconstrucción y reparación de edificios a lo largo de todas las tierras de Cuenca. Tras el gobierno de una serie de obispos mediocres, una serie de prelados magníficos van a ocupar la silla de San Julián, y son los que van a promover la eclosión arquitectónica del siglo XVIII en la diócesis conquense a la par que el poder civil intentaba hacer lo propio con palacios, pósitos y casas consistoriales. Eso sí, la susodicha eclosión fue un poco barroca, y un mucho barroquilla. Don Miguel del Olmo Manrique o Don José Flórez Osorio no cedían en ímpetu y en altas miras a Don Diego Ramírez de Fuenleal, pero el talonario no era el mismo. Ah, los prosaicos dineros…
Y luego está el Barroco, el bueno, hecho con medios, gusto y pericia. En la provincia de Cuenca se focaliza con diferencia en la capital y en menor medida en Huete, las dos ciudades del antiguo obispado (Requena en esta época aún no lo era, y Barroco no tiene demasiado). Fuera de allí son destellos: en Uclés, San Clemente, Sisante, Villanueva de la Jara, Iniesta o la derrumbada Moya… A veces brillan en lugares donde provocan la sorpresa, donde parece que no cabría encontrarse una obra de arte de tal valía: Consolación en las Hoces del Cabriel, el camarín de la Virgen de Tejeda en el Convento Nuevo de Garaballa, San Miguel de la Victoria sobre el Estrecho de Priego… y la ermita del Santo Rostro de Honrubia. Barroco de postín.
La iconografía del Santo Rostro, o Santa Faz, hunde sus raíces en el evangeliario apócrifo y antiquísimas tradiciones de los primeros siglos del Cristianismo, en torno al legendario Mandylion de Edesa, tantas veces perdido y hallado. No obstante, es un motivo persistente a lo largo de los siglos, de tal manera que la figura de Verónica (o Berénice) enjugando el rostro de Cristo forma parte del imaginario devocional popular todavía en nuestros días. Los fervores a la Santa Faz, sin embargo, son relativamente poco frecuentes en el mundo cristiano, y más todavía en la Iglesia latina occidental, esto es, la Católica. En las iglesias ortodoxas, herederas de los patriarcados orientales y del mundo bizantino, la representación de lo sagrado en dos dimensiones, resultado de la Querella Iconoclasta, ofrece una mayor proliferación de esta iconografía, aunque cabe insistir en que la Santa Faz no es el rostro de Cristo representado, sino su impronta negativa en un paño, versión reducida de la Santa Sindone, a la que algún autor, yéndose un tanto por las ramas, incluso ha vinculado con el misterioso Mandylion, cuyo último destino siempre fue incierto.
Escasos son los cultos al Santo Rostro, digo, pero presentes a lo largo de toda la geografía nacional. Algunos, como los de Alicante o Jaén, son de una enorme pujanza hoy en día. En la provincia de Cuenca, además de Honrubia, tenemos al menos otros dos (si me dejo alguno pido disculpas por anticipado) en Osa de la Vega y en Arcas, al que se podría añadir el de Sacedón, que fue ámbito de Cuenca. Quizás también pudieron existir cultos al Santo Rostro en Villar del Maestre y en Olmeda del Rey, donde se ha conservado iconografía. Todos tienen una cosa en común: aparecen en el siglo XVII, más bien hacia el centro de la centuria. También algo los une: no los promueve la Iglesia oficial, sino que surgen de explosiones de devoción popular, a menudo unidas al hecho milagroso que tiene como eje la ausencia de intervención humana. Son representaciones "non manu facta", "acheiropoietoi", no hechas por mano del hombre.
Se podrían poner muchos ejemplos de santos vinculados a una época, que también las advocaciones surgen y pasan de moda. Parece que es el caso de los cultos al Santo Rostro en tierras de Cuenca, que nacen en una época de calamidades y penuria, como bálsamo y evasión de un pueblo llano angustiado que busca nuevas formas de expresión del hecho religioso, y con un indudable componente imitativo entre localidades. Muchas de estas explosivas manifestaciones, que en ocasiones rayaban la heterodoxia doctrinal, eran toleradas en un principio por la Iglesia, pues lidiar con el fenómeno en caliente era complicado y a veces su pervivencia en el tiempo era efímera. De perdurar, poco a poco eran reconducidas, limadas sus aristas y encauzadas, nuevo hito en la vivencia religiosa y el calendario festivo de cada localidad, casi siempre en los días de septiembre previos al equinoccio autumnal.
En el caso de Honrubia, el año es 1613. Una mujer del común, Ana María Rubio, entregada a una vida de oración y mortificación en su humilde domicilio, y que seguramente ya contaba con un pequeño grupo de seguidores, vio como en un diminuto cuadro que utilizaba como objeto de sus plegarias se manifestaba el rostro de Cristo con el milagro de un sudor de sangre. El prodigio fue una auténtica válvula de escape para una población que se enfrentaba a muchos y variados problemas de índole económico y territorial, y que por entonces todavía, con sus cuatrocientos y pico vecinos (casi dos mil habitantes) era aldea de Alarcón, pues no conseguiría el villazgo hasta 1630. Pronto, cómo no, se desveló el poder taumatúrgico de la pequeña imagen, y llegaron las curaciones y las maravillas, que decir que la Fe mueve montañas es quedarse corto.
No obstante, se diría que después de un primer momento de ebullición tras el portento, los cultos al Santo Rostro de Honrubia tuvieron un cierto retraimiento, y luego fueron a más, pero poco a poco. Es sintomático que en 1655 todavía no tuviesen ermita propia, en una localidad que por entonces contaba con ocho (la Virgen de las Nieves, San Gregorio, San Cristóbal, Santa Quiteria, San Ana, San Roque, San Sebastián y Santa Águeda). Puesto que la devota Ana María fue enterrada en la iglesia parroquial con toda la pompa y aditamentos (a diferencia, por ejemplo, de lo que pasaría años después con la Beata de Villar del Águila) está claro que la Iglesia oficial dio sus parabienes al nuevo culto, con lo que no cabe contar con resistencia por esta parte. También el empeño en mantener hasta el día de hoy la casa donde ocurrió el hecho milagroso, incluso con el pequeño cuadro que perteneció a la beata propietaria todavía colgado de la pared, apunta a una utilización como improvisado lugar de veneración, relativamente prolongada en el tiempo. Quizás el auge progresivo haya que buscarlo, como en otras muchas ocasiones, en una razón mucho más terrenal: la simbiosis entre la celebración del Santo Rostro y la potente feria de ganado de Honrubia, coincidentes en las mismas fechas, del 17 al 22 de septiembre. Creo que tuvo que haber una retroalimentación entre el evento profano y el religioso, lo que explicaría también que a la hora de levantar la Ermita en los años de 1720 las aportaciones de foráneos fuesen muy sustanciosas. Que esa ermita se levantase hacia la gran plaza donde se celebraba la Feria tampoco parece casual. Alguna fuente apunta a una primera ermita antes de la actual, que en todo caso tendría que haber sido levantada después de ese año de 1655, en que no consta. No tendría nada de extraño por otra parte. Tampoco debería haber sido gran cosa, si no demasiados años después se la reemplaza por la actual.
Lo cierto es que la economía de Honrubia prosperaba poco a poco en el siglo de miserias que fue el XVII. A diferencia de lo que ocurría en San Clemente, cabeza del Corregimiento, anquilosado por una fiscalidad galopante y una élite rapaz; y de lo que sucedía en Alarcón, Belmonte o el Castillo, antiguas cabezas del Señorío de Villena, donde un régimen señorial decadente y el marasmo social se traducían en desplome demográfico y económico, las nuevas villas manchegas (caso de Honrubia) van a demostrar a menudo un dinamismo mayor, sin duda no excesivo pero sí evidente. Honrubia alcanza los 450 vecinos hacia mediados del XVII, censo que va a mantener con escasos altibajos hasta el final del Antiguo Régimen. Sus dos mil (o poco menos) habitantes reglamentarios, con solamente 15 familias hidalgas y 12 eclesiásticos en 1752. Los cultos al Santo Rostro iban para arriba, a la par que los mercados y Feria, que la espiritualidad estaba muy bien, pero si servía además para sacarle las perras a los forasteros, pues miel sobre hojuelas. Con el gran empujón económico (y anímico) que supuso el final de la Guerra de Sucesión, hacia 1720, se decidió la construcción de una nueva ermita, acorde con una devoción ya consolidada y extendida.
Alguien por entonces, ya en pleno Siglo de las Luces, tuvo que manifestar dudas y reticencias, centradas quizás en el origen milagroso de la imagen y su carácter non manufactum. Como uno se puede imaginar, para los honrados honrubianos (y honrubianas) deshonrar un ápice a su Santo Rostro era mentar a la bicha. Pero es que además otra amenaza se alzaba, si cabe más ominosa y terrible: la competencia les tomaba ventaja. El Santísimo Rostro de Osa de la Vega no paraba de orquestar prodigios, desde que en 1644 se manifestó en mitad de un fulgor evanescente a Isabel del Corral, buena mujer que casi fenece del soponcio, para a continuación mostrar su naturaleza milagrosa en una abundante sudoración de gotas de sangre y agua. Y esa fue solamente la primera, porque lo que siguió en Osa era una detrás de otra. Y allí estaban las buenas gentes de Honrubia con cara de pasmo viendo como, después de ser los primeros, los llegados después les tomaban ventaja con más agresivas políticas, por no hablar encima de algún descreído (que Pedro Botero ya se encargaría de cocer en su momento) poniendo en duda hasta lo más sagrado del universo y orbe, esto es, su Santo Rostro. Así que el pueblo, con su párroco y regidores al frente, se puso las pilas en lo que a adoración y piedad se refiere, y el Santo Rostro de Honrubia colmó de dicha a su grey y sudó sangre y lágrimas de nuevo en 1725. Como tenía que ser. Y ahora ya podía venir su Reverendísima y hacer un sínodo de esos, o como se llamase, para apañar el milagro de papeles. Y la fraternal autoridad del Santo Oficio de mutis por el foro, que los designios del Señor son inescrutables, y mejor no meneallo. La Feria bien, gracias. ¿Por dónde íbamos, convecinos? Ah, sí, la ermita nueva.
Habría de ser grande, alta, airosa, espaciosa, capaz de contener entre sus muros a todo un pueblo entregado. Lo fue hasta el punto que dejó en segundo término a la iglesia parroquial. Habría de ser de la mejor factura y de la más moderna arquitectura, pues el pueblo podía, y si no ya se entramparía. También habrían de colaborar los devotos llegados de tantos otros lugares. Que no se iban a escapar de la cuestación, no. Como estos gorrones de Villarrobledo que venían casi de romería, y que a cambio de tanto favor y gracia del Santo Rostro no se dejaban ni cuatro reales. También habría que buscar arquitecto competente, más no consagrado, a fin de que ya de entrada no los crucificase con sus honorarios. La elección recayó en Jaime Bort, y a la vista del resultado, fue una buena elección.
En la vida y obra de Jaime Bort y Meliá, gloria de la arquitectura nacional, existen enormes lagunas. La culpa la tienen la destrucción de archivos y la inexistencia hasta el día de hoy de una investigación sistemática y coordinada a lo largo de los lugares en los desarrolló su ciclo vital y su creación artística. Era hijo de Vicente Bort y de Marcela Meliá, y nació en fecha imprecisa en la actual Coves de Vinromà (Cuevas de San Mateo en antigua documentación), actual provincia de Castellón y entonces diócesis de Tortosa. La horquilla de nacimiento abarca la década de 1690, siendo el año más probable el de 1693. Tuvo al menos dos hermanos, Vicente y Victoriana, ambos más jóvenes que él. Ella quizás nació hacia el cambio de siglo (madre en 1725), también en Coves, en tanto que la fecha del nacimiento de Vicente (seguramente el menor, pese a llevar el nombre del padre) habría que retrasarla todavía más, acaso hacia 1710 o incluso después. Ciertos indicios, no obstante significativos, como que Jaime tome a su cargo a Vicente o que su hermana lo acompañe en sus desplazamientos (casará en Cuenca) inducen a pensar en una pérdida temprana de los progenitores, tras la cual Jaime quizás tuvo que desempeñar roles paternos con sus hermanos menores. Seguramente también fue la causa de su tardío matrimonio, aunque estos creadores, embebidos en sus obras, suelen casar tarde.
De sus primeros años no se sabe casi nada, como tampoco de su formación y de sus primeros trabajos, que seguramente fueron de ámbito local y de poca entidad. Parece claro que esta formación fue profunda, y solamente hay dos lugares cercanos donde ha podido obtenerla: Orihuela, cabeza de potente obispado y foco artístico (y donde luego haría estudiar a su sobrino Julián), y la propia ciudad de Valencia. Seguramente fue en esta última donde se formó Jaime Bort. La Valencia de principios del XVIII era un hervidero barroco con un buen número de autores italianos en activo que estaban introduciendo nuevos modelos del rococó itálico, de cuyos nuevos cánones Jaime Bort desde sus inicios demuestra estar muy familiarizado.
Jaime Bort formó un sólido tándem durante toda su vida con su hermano Vicente, aunque sin descartar encargos aislados en los que solo intervenía uno u otro. Jaime era el arquitecto, aunque también acumuló una notable reputación como ingeniero de obras civiles e hidráulicas. Vicente era el escultor, imaginero, pintor y decorador. Se lo ha supeditado quizás de forma injusta a su hermano, pues era un buen escultor, un pintor más que pasable y sobre todo un magnífico decorador barroco. En todo caso pienso que la vinculación a su hermano Jaime hay que ajustarla en los mismos términos en que la pintura y la escultura, artes menores, se subordinan a la arquitectura que las acoge, arte mayor. También por otra razón, de lo más obvia: Vicente se ha formado desde muy niño y ha crecido a la sombra de su hermano, no solo artística, sino ante todo vital. Es hacia la década de 1740, y no antes, cuando ya se aprecia a un Vicente maduro que empieza a afianzar su autonomía frente a su hermano, independencia que ya es plenamente visible en los años de 1750. Sin embargo, la colaboración entre ambos perduró y fue muy intensa hasta la muerte de Jaime, acaecida en 1754. Sea como fuere, la historia del arte ha tratado muy mal a Vicente Bort y Meliá, oscurecido por la figura de su hermano, que era el que firmaba contratos y trazas. Muchas de las obras de escultura y ornato que son atribuidas a Jaime son sin duda creación suya.
La ermita del Santo Rostro de Honrubia es la primera obra conocida de Jaime Bort. Si se le encarga hacia 1720 (hay quien la retrasa hasta 1725 enlazándola con el episodio de la sudoración), todavía era un galano mozo que solamente podría presentar un magro currículo. La apuesta de Honrubia era arriesgada, qué duda cabe. Lamentablemente no parece posible rastrear los detalles concretos que llevaron a esta contratación, que seguramente fueron curiosos. Hay que tener en cuenta la lejanía geográfica del más que presunto ámbito de formación de Bort y el hecho de que lo que iba a levantar era un templo del más refinado barroco valenciano, ajeno a los modelos del austero rincón castellano que se lo encargaba.
No constan parones ni demoras en la fábrica. El pueblo se volcó en la obra, y hasta los de Villarrobledo superaron las expectativas, pues no fueron generosos, sino manirrotos. En 1730 estaba ya casi terminada. Por el volumen y la calidad de entrega del edificio, todo apunta a un comienzo más hacia 1720 que hacia 1725. El Libro de Visitas de ese año de 1730 describe el estado de la obra:
"Se está dando los últimos toques a la Iglesia. La media naranja está estancada como una vara en circunferencia hasta coger la boca de la linterna. Las bóvedas del cuerpo de la Iglesia están sólo tabicadas y las paredes del crucero están maestradas y los cuatro arcos torales del mismo modo. Que las pechinas de la media naranja están sin maestrar y sin correr el coronamiento del crucero. Falta hacer el Coro y amaestrar la Sacristía, y echarle el cielo raso a la habitación que hay encima y está sin enlucir. José Gálvez, latonero, soldó el capitel y José Martínez Montoya hizo la yesería. La madera de las puertas se trajo de Fuentes y en Valera de Abajo las hicieron. El retablo lo hace Jaime Bort, maestro de escultura y escritor de la traza que practica para que pase a la obra".
Poco después, una visita posterior añade: "Que se sustituya el plomo del tejado por teja fina valenciana de colores a causa de las goteras y que se haga el tejadillo…"
La descripción evidencia que el templo ha concluido su parte estructural y se trabaja en remates, decoración y retablo. Si no hubo retrasos, y nada parece indicar que los hubiese, seguramente entre 1731 y 1732 se daría la obra por completamente terminada, que es el año en que Bort aparece ya en otros menesteres. Es curiosa la noticia de la sustitución de una primera cubierta emplomada por la teja vidriada actual, uno de los rasgos más llamativos del edificio, por cuanto no fue una solución original sino adoptada más tarde. Seguramente nuestro arquitecto no tuvo en cuenta la gran horquilla térmica de la zona, ajena al dulce clima costero al que estaba acostumbrado.
Más detalles: a Jaime se lo describe como "escritor de la traza", es decir, un arquitecto en el sentido moderno del término, pero también como "maestro de escultura". Vicente Bort todavía no consta como tal, y no lo hará hasta algunos años después. El libro de visita es tan abundante en detalles, citando incluso maestros de oficios menores, que no deja margen de duda. No hace falta detallar el porqué, al hilo de lo que hemos especulado antes: Vicente en los años de Honrubia debe ser todavía un mozalbete, acaso un recién estrenado veinteañero en 1730, integrado sin destacar en el equipo de su hermano. Por cierto, repárese como la industriosa localidad de Valera de Abajo ya está haciendo sus pinitos con las puertas, a comienzos del siglo XVIII. De largo le viene.
El resultado fue un airoso edificio de planta de cruz latina con crucero bajo cúpula, sobre pechinas y linterna, en una formulación completamente habitual para este tipo de edificios. El cuerpo de la nave central tiene unos 12 metros de anchura por unos 34 de longitud, con una superficie total para todo el templo de unos 580 metros cuadrados. Hacia el exterior destaca la citada cubierta de teja azul valenciana del cuerpo del cimborrio, culminado por la pequeña linterna cuadrada (que se torna circular al interior) con el chapitel metálico que ya aparece en la descripción de 1730. Todo en la obra exterior evidencia una buena calidad de obra: aleros labrados, cuidada mampostería, ventanas y vanos, esquineras… pero lo que sobre todo destaca es la fachada frontal. El imafronte de la ermita del Santo Rostro de Honrubia es sin duda una de las mejores creaciones, en cuanto a fachadas barrocas se refiere, de toda la provincia de Cuenca: completamente de sillería, perfectamente proporcionado, audaz (como corresponde a su estilo) en la disposición de elementos, como la ventana con marco de baquetón rompiendo el frontón sobre la puerta de acceso y la hornacina del segundo cuerpo cuyo frontón de perfil quebrado invade la estructura de la espadaña. Disponiendo casi todos los elementos en una calle central muy potente, la ruptura de líneas provoca un marcado sentido ascensional que remata en la airosa espadaña de dos cuerpos. Frisos y cornisas de casetones, rombos y ovas completan la formulación, que no obstante se antoja sobria, comedida con respecto a otras creaciones del barroco valenciano, a menudo abigarrado hasta lo asfixiante.
El interior vierte hacia el retablo. La decoración, sin duda intencionadamente más sobria en la nave, se incrementa en el crucero y desborda en el presbiterio, haciendo que la mirada se fije inmediatamente allí. Hay muy pocos retablos barrocos de primera fila en Cuenca, pero este es uno de esos, una filigrana churrigueresca explosiva y obsesiva, ejemplo perfecto de horror vacui y derroche de reflejos dorados. En la predela centra el Sagrario flanqueado de los cuatro evangelistas, mientras que el cuerpo principal San Pedro y San Pablo de bulto exento hacen lo propio con la hornacina-camarín central, donde unos expresivos ángeles sujetan al Santo Rostro. Arriba, en el ático semicircular, relieve central del Santo Entierro entre una completa acumulación de elementos decorativos. Sobre el crucero, la cúpula (la "media naranja") cuenta con una atrevida decoración gallonada alternando la policromía en tramos rojos y blancos, reservándose las yeserías de follaje dorado para los primeros. Esta solución también se aplica a las pechinas, donde cuatro medallones muestran escenas de la Pasión de Cristo, uno de los cuales (como no podría ser de otra forma) muestra el episodio de Berénice.
En definitiva, por dentro y por fuera, una preciosa construcción, exponente del mejor Barroco provincial y justificado orgullo de Honrubia. Es una pena que el edificio no esté completamente exento, pues tiene edificios adosados a los lados este y sur, en el que precisamente se ha derribado una casa hace bien poco. Otra cuestión que no me resisto a plantear es el escaso cuidado que se ha tenido con las viviendas de alrededor, algunas incluso antiguas, pero desfiguradas por todo un catálogo de desdichadas reformas, que afean la visión de conjunto. Puede ser que en la Plaza de Honrubia nunca anochezca, pero para que resplandezca habría que orquestar una política estética que poco a poco resalte el valor del espacio urbano y arquitectónico, al menos en el espacio inmediato a la Ermita. Y si esto es una labor de años, complicada y cara, lo de los contenedores de basura en el brazo norte y junto a la pequeña portada tiene poca disculpa, lo siento. También lo de los coches aparcando en torno, de tal manera que es difícil verla libre de ellos en las fotografías. Hace unos años había bolardos, solución que no me gusta pero que al menos impedía que se estacionase en la misma puerta.
Después de finalizar la ermita del Santo Rostro, la carrera de Jaime Bort acababa de comenzar. Su trabajo en Honrubia facilitó una rápida introducción en el ámbito conquense. En 1732 proyecta el retablo del Colegio de los Jesuitas de Huete, ya como maestro vinculado al poderoso obispado conquense. Su trabajo hubo de gustar, pues siguió recibiendo encargos para trazar retablos años después, incluso cuando ya había abandonado Cuenca (en 1740 el de la Capilla de la Asunción en el Colegio de los Jesuitas de Cuenca; y en 1741 el de la Capilla de San Miguel de la Catedral). Ninguna de estas obras suyas se ha conservado. Quizás sea suyo el de la iglesia de Almendros, datado en 1736, que acaba de ser restaurado.
En 1733 peritó la ruina de las Casas Consistoriales de la ciudad de Cuenca, y en febrero de 1734 presentó un proyecto para su reconstrucción (que desgraciadamente tampoco se ha preservado), consistente en una doble formulación: las Casas propiamente dichas, con fachada labrada asomada a la Anteplaza y alineada con la fila de viviendas, y un potente mirador barroco, con filas de arquería y muy decorado, que separaba transversalmente Anteplaza y Plaza Mayor (como el edificio actual) con usos puramente protocolarios. Para aparentar, vamos. Acostumbrado a los cumplidores vecinos de Honrubia, y recién llegado a la Ciudad del Caliz y la Estrella, Jaime Bort no sabía con qué tipo de institución se estaba jugando los dineros y la reputación, pues es cosa sabida que el consistorio conquense lleva en quiebra técnica al menos desde 1417 (seguramente mucho antes) y su devenir a lo largo de los tiempos ha sido una alternancia de periodos jodidos, con otros muy jodidos. Al pobre Jaime Bort le tocó uno de los segundos. Sus trazas nunca se llevaron a cabo y décadas después, ya fallecido nuestro arquitecto, nuestros ilustres munícipes de entonces seguían de gresca bizantina dándole vueltas al asunto de las nuevas Casas Consistoriales, mientras las viejas ya se les habían caído a pedazos y estaban de prestado en la Casa del Corregidor. Y es que hay cosas que cambian, y otras que no. Finalmente, el Ayuntamiento de Cuenca sería ejecutado entre 1760 y 1763 por Lorenzo de Santa María con trazas de Felipe Bernardo Mateo, mucho más económicas. De estilo Barroquillo con una única fachada Barroca a la Plaza Mayor, plana, pesada y densa, rematada por algo que quiso ser fiero león y acabó siendo Mono, con sonrisa bobalicona de oreja a oreja, perfecta alegoría del poder municipal conquense a lo largo de los siglos. Las trazas de Bort, que tanto tiraban para atrás a nuestros inefables regidores por su alto coste, sin duda eran algo muy distinto, ya que tardaron 25 años en rechazarlas definitivamente. Unas trazas Barrocas de punta a punta, vamos. Por cierto que en aquella obra según parece no cobraba nadie. Dejà vu.
Bort también se encargó de varias reparaciones menores y obras de fontanería para la ciudad, como maestro de obras municipal. También como maestro mayor de la Catedral. Hubo de instalarse con sus hermanos en unas casas en el barrio de Santa María la Nueva (derribadas por el Ayuntamiento a comienzos del siglo XX), no muy alejadas a las que luego ocuparía Martín de Aldehuela unos años después (derribadas por el Ayuntamiento a finales del siglo XX). Aunque su obra en tierras conquenses no está del todo bien rastreada, y pudieran surgir sorpresas, sus cortos cinco años en Cuenca hubieron de suponer para él un balance mediocre. No es de extrañar su traslado a Murcia en 1737 tras una primera toma de contacto el año anterior. Nada más desembarcar, el cabildo murciano puso a su disposición una renta de 12.000 reales, más gastos de alquiler de vivienda, manutención y traslados incluidos. A tutiplén. Eso definitivamente era otra cosa.
En Murcia llegaría la consagración de Jaime Bort con las dos obras que inscribieron su nombre en la historia de la arquitectura española: la gran fachada de la Catedral de Murcia (1737-1753) y el Puente de los Peligros (1739-1942). En la primera, basándose libremente en unas trazas de su amigo Sebastián Feringán, Jaime y su hermano Vicente dieron forma a una de las más hermosas muestras de todo el Barroco español en un delirio de volúmenes, curvas y claroscuros, donde arquitectura y escultura se unen en un resultado sobrecogedor. Aparentemente más sencilla, pero no menos complicada, la obra del Puente de los Peligros (o Puente Viejo) suponía un desafío de ingeniería, pues la estructura tendría que resistir las frecuentes y brutales avenidas del río Segura. Jaime Bort se encontró la obra parada (desde 1718), apenas con los cimientos asentados. En apenas dos años cerró los potentes arcos. El puente sigue ahí, y puesto que el agua le ha saltado los pretiles en alguna ocasión, está claro que se hizo a conciencia.
El prestigio profesional de Jaime Bort rozaba el cénit. Su estilo alcanzó su plenitud, como uno de los mejores exponentes del rococó levantino. Los encargos le llovían, en Orihuela, en San Javier, en Elche, en Caravaca de la Cruz… También se estrenó como urbanista, en el diseño de nuevos espacios en la próspera Murcia del siglo XVIII, como la Plaza del Marqués de Camachos. De vez en cuando la clerecía conquense, que deploraba su marcha, le encargaba planos y trazas.
En el año de 1749, el rey Fernando VI mandó a Bort trasladarse a Madrid para acometer la construcción de dos puentes sobre el río Manzanares, en el Real Sitio de El Pardo. Su inseparable hermano Vicente fue con él, aunque quizás se demoró una temporada para rematar el ciclo escultórico de la catedral murciana. La reputación labrada con la estupenda obra del Puente Viejo de Murcia había llegado a la Corte. Entre finales de 1749 y abril de 1751, Jaime Bort levantó el Puente de San Fernando (o Puente Verde), con tan buenos oficios que el rey lo nombró Ayuda de la Furriera de su Real Casa, honor del que tomó posesión el 20 de mayo de dicho año. También construyó el cercano Puente de Trofa, en este caso mucho más pequeño y de madera, que lógicamente no se ha conservado. En la obra del Puente de San Fernando, su hermano Vicente labró las dos magníficas esculturas de San Fernando y Santa Bárbara (por Fernando VI y Bárbara de Braganza) que coronan el pretil, y que aún se conservan hoy en día. También Vicente se encargó, desvinculado en este caso de su hermano, de parte de la estatuaria del Palacio de Oriente.
En sus últimos años, Jaime Bort recibió el encargo del Marqués de la Ensenada y del Marqués de Rafal para mejorar el saneamiento de Madrid. Para ello incluso hizo un viaje a París, comisionado por tan altos patronos, entre 1751 y 1752. Espíritu inquieto, en la capital francesa casi no tuvo tiempo de inspeccionar su sistema de alcantarillado (objetivo de su viaje) de tanto frecuentar círculos artísticos, veladas literarias y obras de arte. Ya de vuelta, todavía trabajaba en el proyecto del saneamiento de la Villa y Corte cuando falleció.
Jaime Bort y Meliá murió en Madrid el 2 de febrero de 1754. Rondaría los 60 años de edad. Tras su muerte su hermano Vicente recaló en Cuenca, donde entre 1755 y 1757 trabajó en la nueva cajonería y armarios de la Sacristía Mayor de la Catedral, donde incluso, entre escenas religiosas, dio forma a alguna deliciosa escena chinesca, tan en boga por entonces. Luego quizás retornase al ámbito levantino o murciano, donde se le pierde la pista, aunque seguramente sobrevivió a su hermano bastantes años.
Jaime Bort casó en sus años conquenses con Antonia Redondo Ladrón de Guevara, que le dio dos hijas, María Vicenta y Petronila. Vicente también casó, aunque más tarde y fuera de Cuenca. Una partida de defunción de 1805 se refiere a un Vicente Bort hijo de otro Vicente Bort y de una Manuela Pulsagnes. Puesto que este segundo Vicente fallece con 44 años, ha nacido hacia 1761. Si es hijo del hermano de Jaime, y hemos especulado que éste nació hacia 1710, está claro que se trató de un matrimonio muy tardío con una esposa mucho más joven, aunque con lo estirada que está la cronología bien que se podría intercalar un tercer dinasta del mismo nombre. El Vicente Bort de 1805 se mata en un accidente, quizás de construcción, lo que apunta a que quizás heredó el oficio familiar. No llegó a tener hijos. Contra todo pronóstico, la dinastía familiar continuaría a través de Victorina Bort, la hermana de Vicente y Jaime, que casó en Cuenca con Pablo Sánchez (natural de Tarazona) y fue madre de Julián Sánchez Bort (1725-1785), capitán de navío, ingeniero hidráulico y soberbio arquitecto, autor de las fachadas de la catedral de Lugo y de la concatedral de El Ferrol, además de varias importantes obras de ingeniería naval. Uno de los conquenses más preclaros del siglo XVIII, su memoria en Cuenca permanece en el más completo de los olvidos.
La preciosa ermita que Jaime Bort levantó en Honrubia en su juventud ha sobrevivido a guerras, calamidades y saqueos, hasta nuestros días.
Espadaña y cimborrio. |
Detalle del chapitel. Es curioso como la forma cuadrada al exterior se torna circular al interior. |
Un claro sentido ascensional... |
Detalle de los elementos de la portada. |
Decoración de casetones de las esquineras. |
La pequeña portada norte. Correcta, pero mucho más sobria. |
Las ventanas. En contra del diseño adintelado habitual, Jaime Bort las remata con pequeños arcos de medio punto. |
Detalles de las puertas, "en Valera de Abajo las hicieron" |
Nave y retablo. |
Bóveda sobre el Coro. |
Juego de bóvedas de la nave. |
La cúpula. Jaime Bort alterna tramos muy decorados con otros intencionadamente sobrios, marcando un ritmo y a la vez evitando empalagar. |
Retablo |
Imagen del Santo Rostro. La foto está tomada durante las fiestas de Septiembre, con lo que no ocupa su lugar habitual. |
Porción superior del retablo. |
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