Vamos adelante ya con las rutas de turismo activo para esta temporada de primavera, que empieza tarde y a medio gas, qué se le va a hacer. Una primavera lluviosa, fresca y radiante, a falta del mes que le queda. Hacía tiempo que el campo no estaba tan espectacular.
Comenzando cerca de Cuenca, hoy proponemos una corta incursión al inmediato Monte de Utilidad Pública de Los Palancares, predio histórico del Ayuntamiento de Cuenca. No hay conquense que no conozca mucho o poco esta amplia meseta caliza, forestada en su casi totalidad. 4.848 hectáreas tiene el monte de Los Palancares, de las cuales únicamente 129 no son superficie arbolada. El topónimo no puede ser más acertado, porque un palancar es un bosque en general, y en tierras conquenses en particular siempre es un pinar, y casi siempre de pino negral por más precisiones. Desde el año 2001 el monte de Los Palancares está incluido dentro del Monumento Natural de Palancares y Tierra Muerta, lo que evidencia el notable valor medioambiental del entorno.
El Monte de Los Palancares, campamento juvenil y merenderos aparte, es muy conocido por el más impresionante de los fenómenos de erosión kárstica: las Torcas, grandes dolinas de subsidencia, que aquí tienen la más vistosa manifestación en tierras conquenses y muy digna muestra a nivel internacional, aunque en la inacabable provincia de Cuenca dolinas generadas en estratigrafía calcárea las hay desde Sisante hasta Lagunaseca, pasando por Campillo Paravientos, Fuentes, Cañada del Hoyo, Pajarón, Zafrilla y tantos otros lugares. Sin embargo, hoy no vamos a hablar de las Torcas, sino de un curioso rincón mucho menos conocido: el Rodal de Reserva.
El Monte de Los Palancares ha tenido un devenir histórico interesante. El Ayuntamiento de Cuenca afianzó su posesión en dos tandas, los años 1397 y 1474. Aparte de eso, de los siglos medievales se sabe poco, salvo documentación aislada de pastos y explotación maderera que no permiten una visión de conjunto precisa. En el siglo XVI debía ofrecer una imagen muy distinta a la actual, pues la presión de la ganadería lanar en el apogeo de la industria textil conquense hizo que en toda la Serranía de Cuenca la superficie arbolada perdiese terreno frente al pastizal. En este proceso de retroceso del bosque, que en Los Palancares tuvo que ser casi completo, tampoco ayudaban los prolongados periodos de sequía de la Pequeña Edad Glacial y las talas masivas acometidas por un concejo de Cuenca en situación económica cada vez más precaria según avanzaba el siglo y las bancarrotas de la Hacienda Real adquirían un carácter sistémico. Eso cuanto Felipe II no pedía directamente miles de de grandes pinos negrales para las cubiertas y chapiteles del Monasterio de El Escorial, que mucho pinar de Valsaín, pero para construir como Dios manda donde haya pino laricio que se quite el albar.
En el siglo XVII la terrible crisis que supuso la ruina de las pañerías castellanas y el colapso de la actividad ganadera no supuso la reconquista del bosque como cabría esperar, sino que el pastizal se convirtió en arrompido, tierras de cultivo de calidad ínfima a cargo de gentes de las poblaciones de alrededor que intentaban así suplir el desastre ganadero. Con unos rendimientos muy bajos, y sin más opción que recurrir a barbechos desmesurados (se cultivaba un año de cada tres, o de cada cinco, o incluso de cada diez) estos rochos fueron progresivamente abandonados y, ahora sí, el monte fue recuperando espacio a partir de la segunda mitad del siglo XVII, a la vez que también levantaba cabeza poco a poco una ganadería que nunca alcanzaría ya las fenomenales cifras del siglo XVI. En toda esta sucesión de usos no forestales la calidad del suelo, que ya era precaria, se vio muy comprometida por la erosión, que no fue todavía mayor por la escasa inclinación del terreno. El suelo de Palancares es muy pobre, cuando no se trata directamente de lapiaz descarnado. De la inmediata Tierra Muerta no hay más que hablar.
En la Desamortización de Madoz (1854) el Monte de Los Palancares estuvo a punto de ser enajenado y subastado a particulares como tantas otras propiedades concejiles y comunales. Lo salvaron las activas gestiones de algunos próceres y del propio Ayuntamiento de Cuenca (históricamente muy agresivo en la defensa de sus montes), que sería muy largo relatar aquí. En 1856 ya aparece como exceptuado de desamortización. El 1893 se aprobó un nuevo y preciso deslinde del Monte, que vio la luz en enero del año siguiente, 1894. Fue inscrito en el Catálogo de Montes de Utilidad Pública en 1901.
De 1894 es también el primer Plan de Ordenación, que dividía en monte en secciones y cuarteles para una explotación forestal controlada. Esta ordenación, con una decena de revisiones, ha venido siendo modificada y actualizada hasta el día de hoy (la última ocasión en el 2006). Después de 125 años de control, el balance es positivo en cuanto a cantidad y calidad de la masa forestal, aunque entre las luces haya importantes sombras, como el impacto de la última guerra civil (desde el aeródromo republicano hasta las cortas de guerra y posguerra) o una gestión en su día polémica que priorizó a la especie maderable frente a otras, de mayor valor ecológico, pero económicamente irrelevantes. En la actualidad, y ya desde hace muchos años, la gestión es francamente buena, con criterios de sostenibilidad y de conservación, además de la declaración de área protegida y la compatibilización con el uso turístico y recreativo.
En la gestión de montes en Europa y en EEUU, siempre ha sido tradición (a veces con siglos de antigüedad) reservar de la tala árboles singulares, y también áreas completas (más o menos reducidas) que habrían de servir como muestra del espacio natural que hubiese sido el conjunto sin la intervención humana, del añorado bosque primordial. El Monte de Los Palancares tiene una estupenda muestra de esto: una pequeña parcela de 4 hectáreas de superficie donde no se realiza explotación forestal desde el comienzo de los Planes de Ordenación, esto es, desde 1894, aunque su consagración como Zona de Reserva no llegaría hasta la octava revisión del Plan, el año 1989.
El Rodal de Reserva de Palancares (apellidado también como del Sumidero) es una pequeña maravilla. Centenares de pinos negrales enormes, altísimos, peleando por la escasa luz en un juego de sombras y de color, con un nutrido sotobosque que tiene que conformarse con los jirones de iluminación que se descuelga de lo alto. De vez en cuando algún diminuto claro forma una bóveda de claridad, y el suelo se festonea de flores. Pequeños bosquecillos de pimpollos intentan sobrevivir a la sombra de los gigantes, aprovechando cada mínima oportunidad. Aquí y allá, enormes troncos partidos que nadie recoge, perdedores en la batalla por la luz, estorban el paso. Un tremendo jolgorio primaveral de trinos sale de la espesura, en la que de vez en cuando se atisba algún animal furtivo, quizás un tejón, quizás una garduña. Un lugar absolutamente mágico, para hacerse una idea de cómo fueron las Sierras de Cuenca en los años de érase una vez.
Y un lugar donde los cambios no han terminado. Teniendo en cuanta la longevidad del pino laricio, dentro de uno o dos siglos este lugar va a ser algo absolutamente sobrecogedor. Un regalo para las generaciones que vendrán.
El Rodal de Reserva es muy accesible. Se puede llegar con cualquier vehículo por pista de tierra desde el Campamento de Palancares, o por la vieja pista de las Torcas a la Estación de Palancares, que aún conserva el asfalto en mejor o peor estado. Sobra que diga aquí lo que hay que hacer y lo que no en los espacios naturales, pero en este lugar en concreto rogaría a a todos que el cuidado fuese exquisito, desde dónde se aparca el coche (para no pisar la cubierta vegetal) hasta los recorridos por el interior, intentando no hacer sendas (no las hay) y sin dañar la vegetación. Si no hacemos ruido, la posibilidad de avistar fauna será mayor. Intentemos dejar el lugar como si no hubiésemos pasado por allí. Merecerá la pena. Merece la pena.
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Desde la pista se aprecia perfectamente el monte clareado de la derecha, sometido a ordenación forestal, frente a la muralla oscura de la izquierda de la Zona de Reserva, donde los árboles se amontonan y superan los veinte metros de altura. |
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Señalización turística, en el cruce de pistas. Este es el mejor lugar para dejar el vehículo y comenzar un pequeño paseo. |
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El Rodal de Reserva del Sumidero, en imagen aérea. El contraste con el resto de secciones del Monte de Palancares, más o menos tupidas según la secuencia de explotación, es evidente. |
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De nuevo el contraste entre la zona de reserva (en este caso a la derecha) con el resto. |
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Una densidad vegetal sorprendente. |
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La lucha por la luz. El pino es la especie heliófila por excelencia. |
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Los caídos en combate. No hay piedad aquí. |
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El Sumidero. Toda la zona es un pequeño poljé cuyas aguas acaban aquí. Es posible que estemos ante el proceso de formación de una incipiente dolina. |
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Bosque de lanzas. No cansa ver estos enormes árboles. |
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De vez en cuando, un pequeño claro. Una isla de luz que recuerda los pasajes del Bosque Viejo, en la obra de Tolkien. |
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Una verdadera cúpula verde. |
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Pimpolladas. Bien pocos de estos han de sobrevivir... |
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La salida. Se hace muy corto atravesar este bosque. De repente hace daño la luz. |
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Vuelta atrás, hacia la muralla verde. |
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Y con buena compañía... |
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Hasta la última nava llena de agua. Una primavera lluviosa. |
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